25 abril 2009

Mi orgullo.

Nací en Andalucía, siento, pienso y hablo en andaluz. Ninguna tierra es mejor que otra por estar más al norte, por ser más rica, nadie es superior a nadie por tener una lengua propia, nadie es más que nadie por tener unas raices u otras.

Hoy, con la feria de abril llamando a las puertas de Sevilla, aprovecho una de las sevillanas del que para mi es el mejor grupo, Los Romeros de la Puebla, para decir que me siento orgulloso de ser, sentir, pensar y hablar en andaluz.

24 abril 2009

¡¡ B I E N V E N I D O S !!

El faro ha cambiado de dirección pero sigue siendo el mismo, con el mismo aspecto (para mi precioso) que mi querida amiga Mar le dió hace tiempo. Ella se ha tomado el trabajo de crear este y de hacer la mudanza, y de ella será el primer escrito de esta nueva etapa. Os dejo con sus letras y, bienvenidos.

G U A R D O.

Guardo el brillo de una mirada que sin querer se escapa,
el calor que acumulan mis manos en esta interminable espera,
una lágrima salada que alegre por la mejilla resbala
y esa sonrisa callada que nace cuando te asomas a mi ventana.
Guardo los sueños que se esconden trás el miedo agotado,
un corazón habituado a vagar entre paisajes enmarañados,
y por si quieres, lo que queda de un taciturno camino
para el momento que tus ojos se crucen con los míos...

Mar__

A pesar de mis miedos.

Hubo un tiempo, siendo niño, en que me asustaban las pesadillas y hoy, ya ves, me asusta soñar. Estás en mis noches y me asusta soñar contigo, me da vida, pero me asusta soñar contigo. Tengop miedo de hacerlo realidad, de besarte un día y nunca más poder volver a hacerlo, de acostumbrarme a tí a sabiendas que siempre estarás lejos, de que te acostumbres a mi y no poder ser tuyo. Miedo a necesitar tus besos, tus caricias, miedo a necesitarte a ti.
Me da miedo soñarte, me asusta el poder abrazarte, porque posiblemente no quiera abrir mis brazos y dejar que te separes de mi, pero ya ves, te sueño, sueño que nos fundimos en un solo ser, que te marchas un momento llevándote mi aroma, que me giro y en la almohada está tu olor, hasta que regresas... y sueño que el sueño deja de ser un sueño.

A pesar de mis miedos, te sueño.

El viejo farero.

El tiempo.

Después de un largo y frío invierno la primavera parece que comienza a instalarse. En el norte, en la comarca del cerebro, desaparecen las nieblas que impedían ver con claridad y una luz primaveral lo ilumina todo. Más al sur, en la región de los ojos, han cesado las lluvias nocturnas y en la costa del corazón la mar de fondo y el temporal han remitido dejando un mar tranquilo y sereno. Para los próximos meses se prevee un tiempo soleado y cálido.


El viejo farero.

Primer amor.

Normalmente en un blog quien lo lleva escribe una entrada, un texto, y después, quien lo desea, hace un breve comentario sobre esas palabras, así es como funciona este y la inmensa mayoría de los blogs, pero hoy quiero que tú que me lees me ayudes, que colabores de una manera más directa, que nos cuentes a los demás lo mismo que yo os voy a contar pero de la manera que lo viviste tú, hoy me gustaría que tú, vosotros, contéis cómo fue vuestro primer amor. El mío fue así.

Yo tenía 8 añitos y cada mañana estaba loco por ir al colegio, allí estaba la niña más guapa de todas las niñas. En aquellos tiempos niños y niñas teníamos clases separadas y el único momento en el que coincidíamos era a la hora de entrar mientras esperábamos en la puerta. Cada mañana me levantaba más temprano y salía antes de casa para estar un poquito más mirándola, sí, mirándola, porque no me atrevía a decirle nada. ¡Cuantos días pasaron sin que ella se diese cuenta de que yo existía!

Se llamaba Dolores y tenía el pelo negro, largo, y a mi se me caía la baba mirando sus ojos. Un día, una compañera le contó algo y ella empezó a mirarme de reojos, Dios… que nervios. Cada mañana, sin decirnos nada, buscábamos el modo de estar esos pocos minutos uno frente al otro y mientras mis amigos jugaban al fútbol o las niñas a la comba ella y yo nos quedábamos junto a nuestras madres sin hacer otra cosa que mirarnos a escondidas.

Algunas veces jugábamos al coger todos juntos, y cuando era uno de nosotros quien la quedaba solamente tenía un objetivo: coger al otro.

Con el tiempo fuimos empezando a hablar, a regalarnos dibujitos de corazones, a buscarnos a la salida del colegio… Un día, jugando, se le cayó un lazo del pelo y yo, a mis 8 añitos, guardé mi primer tesoro.

Al curso siguiente, por cuestiones familiares, tuvieron que regresar a su pueblo, Fuente de Piedra, en Málaga. El colegio estaba a pocos metros de lo que entonces era la estación de San Jerónimo y allí, escondidos entre dos trenes parados en las vías muertas, se despidió de mí y me dio el primer beso que sentí en mis labios.

En su pueblo hay una laguna en la que habitan cientos de flamencos rosa y todavía hoy, después de más de 40 años, cuando acudo a verlos, no puedo evitar recordarla; fue la niña más guapa de todas las niñas, la primera a la que regalé un corazón, la primera que me besó… mi primer amor.

El viejo farero.

Por favor, ¿la iglesia?

Sentado al fresco, en una de las mesas que María pone a la puerta de su bar, el cura estaba hoy exultante. Me he sentado lo más alejado que he podido, pero el cura hoy tiene ganas de contar a todo el pueblo sus logros, contarnos que este año, la virgen, sacará un lazo blanco en su palio, en protesta por la ley del aborto, y, desde esa corta distancia que nos separa, me ha preguntado que si había visto las señales que el ayuntamiento ha puesto para indicar a quienes vienen de fuera el camino hasta la iglesia. Niego con la cabeza y, antes que me explique donde las han colocado le digo que tampoco tengo mucho interés en verlas. –Yo sé donde está la iglesia, cura, no me hacen falta indicadores. Y el hombre vestido de negro me dice que no se nota, que no se me ve nunca por la casa de Dios… y antes de que responda al representante de ese dios María se cruza. –Pero padre, el pueblo es pequeño y la iglesia grande, que su torre se ve casi desde todas partes, ¿Para qué hace falta poner letreros señalando el camino?

-La gente, María, tiene que saber donde está la iglesia, por eso los indicadores, y deben saber que la iglesia está con la vida, por eso el lazo blanco que este año llevará la Virgen.
- ¿Saber donde está la iglesia? Esos indicadores teníais que haberlos puesto cuando asaltaron el Congreso, cuando nos metieron en la guerra de Irak, cuando matan a una mujer tras otra, cuando se hunde una patera, cuando cierran empresas… Entonces es cuando la gente se pregunta donde está la iglesia.

Me voy dentro, a solas con María, y dejo fuera al cura vendiendo a los demás su salvación, sus buenas obras, su ayuda infinita a los pobres. –Vas a ir al infierno, farero- me dice María sonriendo.

He de regresar al faro, y en la plaza Chica unos turistas despistados me paran.

-Por favor… ¿La iglesia?

- ¿La iglesia? Si, la primera a la derecha.

El viejo farero.

Otra vez.

La primera vez que mi amigo no tuvo padre fue una tarde de abril, siendo un niño, cuando su madre le dijo que a la mañana siguiente no iría a clase, los estudios se habían terminado, que empezaba a trabajar. Su padre se había marchado de casa y hacía falta dinero.

Quiso quitarse pronto la mili de en medio y se fue voluntario, y en la jura de bandera volvió a sentir que no tenía padre, ni un año después cuando terminó su compromiso con el ejército y lo licenciaron.

No tenía padre al que enseñarle orgulloso el título de graduado escolar que sacó estudiando de noche, después de la jornada de trabajo.

No tuvo padre al que presentarle su novia, ni padre con el que celebrar su boda.

La vida le regaló a mi amigo dos hijos, pero no tuvo un padre que hiciera de abuelo cuando nacieron, ni cuando empezaron a andar, ni cuando fueron al colegio por primera vez, ni cuando estuvieron enfermos.

Ayer una voz a través del teléfono le decía que su padre había muerto y él, una vez más, volvió a quedarse sin el padre que nunca tuvo.

El viejo farero.

Bálsamo.

Siempre han sido un puro contraste lo curtido de mis manos y la intolerancia de mis labios al calor de una cuchara, de un vaso, de una taza. Y ha sido una taza de café la que, al arrimarla a mi boca, ha provocado que casi lo tirase y sienta mis labios quemados.

-Vaya con el farero- dice José sonriendo – cada día está más sensible… anda, María, dale un vasito de agua fría y que se moje los labios. Y María deja sobre el mostrador el paño blanco como la nieve con el que limpiaba los vasos y me dice que pase a la cocina, que tiene una crema, un bálsamo para las quemaduras.

Me acerco y le pido el vaso de agua mientras siento fuego en mis labios, pero ella mira, y hace un gesto, y vuelve a insistir en que es mejor el bálsamo.

Es pequeña la cocina del bar de María, una cámara frigorífica, una hornilla, un par de muebles… Y abre uno y busca, y abre un cajón y remueve algunas cosas, y después se vuelve hacia mí, y me dice que ya lo ha encontrado, que cierre los ojos… Y siento la yema de su dedo dibujando el contorno de mi boca, y la suya que me dice que tendré que permanecer callado, y siento en mi labio quemado el roce dulce y leve de sus labios, el frescor de su lengua recorriéndolo lentamente, y yo, prisionero de mis deseos, de mi amor, dejo mi boca entreabierta y permito que los labios de esta mujer hagan prisionero a mi labio inferior, que lo retengan entre ellos mientras su lengua lo acaricia, lo humedece, y cuando intento besarla ella se retira, y pone su dedo delante de mi boca y me dice que me está curando, que me esté quieto. Y sigue la cura, y yo me olvido del dolor y me dejo llevar por la dulzura de su boca que ha robado toda dulzura del mundo para ponerla en mis labios.

Quieren los labios de María llevarse con ellos el mío antes de separarse de él, y cuando lo dejan huérfano de caricias me dice riendo que ya está, que no era nada, que soy un quejica…

Vuelve María al mostrador, con sus vasos y su paño blanco, y yo, camino de mi mesa, me cruzo con José que me mira detenidamente y se sonríe y se acerca a María para pagarle su vaso de vino, y al dejar las monedas le dice que guarde bien ese bálsamo, que este viejo farero anda ya torpe, y delicado, y que se volverá a quemar… Y los dos se ríen, y María arroja el paño blanco al brazo de José…

El viejo farero.


Música para el mar.

-¿Y si cierras el bar y damos un paseo por la playa? – Apenas si he dicho la última palabra y María deja sobre el mostrador el paño que tenía en sus manos y da su conformidad a mi propuesta con ese “biennn” tan propio de ella. Le ayudo con el cierre que siempre chirría, a pesar de tener las guías llenas de grasa, con las ventanas, con las mesas… y va María apagando las luces de dentro, como si el viejo bar fuese un teatro donde, una noche más, ha terminado la representación.

Sigue siendo invierno, pero la tarde se ha vuelto a los carnavales y se ha disfrazado de primavera. Nos cruzamos con algún amigo marinero, con Juan José, el alcalde, con la maestra, que sonríe pícaramente, sin decir nada y diciéndolo todo, cuando ve la mano de María convertida en prisionera voluntaria de mis dedos y mis caricias.

Está la playa sola, pero al leve rumor de las olas lo acompaña hoy una música de violín que abre en canal el alma. Sentada en una pequeña roca que hace de fielato entre la playa y los acantilados está la chica extranjera que un día llegó al puerto con una mochila a sus espaldas y un violín en sus manos. Toca la melodía más triste, más dulce, más sentida que jamás había oído, se cuelan sus notas por cada poro y el cerebro se olvida de todos los sentidos y solamente atiende al oído.

Se eriza la piel de María y cubro sus hombros con mi brazo, y acerco su cuerpo al mío para darle mi calor, para sentirla pegada a mi piel.

Cuando ha terminado, la chica del violín se ha vuelto hacia nosotros y nos ha sonreído con tristeza, con nostalgia tal vez. – Mi música es para el mar, María, es mi amigo, él me trajo hasta aquí, me da tranquilidad, me regala la música que componen sus olas… siii, ya lo sé, estoy loca.

Se ha acercado María hasta la chica, y le dice que no, que no está loca, que lo que ocurre es que tiene un corazón inmenso, que es sensible, demasiado sensible… y yo, que me he quedado unos pasos detrás de ellas, veo a contraluz el abrazo maternal de María.

Se ha alejado sonriendo con la misma tristeza de antes la chica, me ha dicho adiós con un gesto, y se ha parado otra vez cerca del mar, y ha vuelto a estremecerme con su violín, y el mar, al oírla, ha mandado olas más grandes, que se arrastran por la arena para besar los pies de la chica.

Se vuelve María, y sus ojos brillan igual que brilla el mar, y cuando se me abraza seco con besos sus ojos que saben a mar.

Dejamos a la chica del violín sentada junto a las olas, y nos alejamos despacio, paseando lentamente, y la música se va perdiendo poco a poco entre el murmullo de las olas. –Está refrescando- dice María, y deja caer su cabeza en mi hombro, y mi brazo cubre de nuevo sus hombros, y ella acerca su cara a la mía, y beso sus ojos salados como el mar, y sus labios, dulces como María.

El viejo farero.

Todas las llaves.

Se las dejé hace unos días, una tarde, tomando café en su bar. Siempre que me siento dejo las llaves en la mesa, muchas veces, la mayoría, los cojo una y otra vez, juego con ellas, las pongo en determinada forma, las muevo ligeramente y después vuelvo a dejarlas sobre la madera vieja y oscura de la mesa.

Aquella tarde cubrí las llaves con mi mano y las arrastré por el tablero hasta casi rozar las manos de María. Cuando las descubrí ella me preguntó con la mirada y a mi solamente me salió una frase tonta: Son las llaves del faro. Alguien que entra, un marinero, rompe el silencio que nos une y María se marcha al otro lado del mostrador a poner un café. Siguen las llaves sobre la mesa, esperando sentir el calor de sus manos, y sigo yo con la mirada baja, mirando el manojo de llaves, esperando verlas desaparecer entre las manos de María.

Es ella ahora quien pasa la yema de sus dedos sobre las llaves en una dulce caricia, como si las pintase en el aire. –Me gustaría que las tuvieses, el faro es lo único material que tengo, es mi vida, y quiero que tú tengas también las llaves.

-¿Y qué hago yo con las llaves del faro, farero?

-Guardarlas, llevarlas encima, entrar al faro cuando quieras sin tener que llamar, ser la única persona que las tiene…

Y María toma las llaves ente sus manos y me dice que lo hará, que las guardará, que las llevará consigo, que entrará al faro…

Ella no lo sabe, pero eran éstas las únicas llaves de mi vida que no tenía, hace tiempo llamó a otra puerta, le abrí y desde entonces se las llevó consigo. Ahora María tiene todas las llaves, la de la verja, la del faro, la de mi corazón…


El viejo farero.

Marinero en tierra.

Cada día me es más fácil ver a algunos de mis amigos marineros paseando por el puerto, sentados en un banco en la plaza, delante del ayuntamiento o en el bar de María, jugando a las cartas o al dominó. Verlos, saludarlos, charlar con ellos es una alegría, pero la causa por la que pasean, juegan o simplemente dejan pasar las horas muertas me entristece.

Esta mañana, en el bar, habían más amigos marineros de lo que es normal, de lo que hasta hace un tiempo era normal. Antes, a ciertas horas, el café de María estaba casi solo, alguno de los carpinteros del puerto, un concejal que no tenía otra cosa que hacer…

Los hombres están en el puerto, pero los barcos, los pocos que van quedando, están todos en la mar. No son barcos fantasmas que naveguen solos, empiezan a ser barcos con un patrón español y tres marineros extranjeros.

Si hubiese una cara que representase a los marineros de este pueblo sería la cara de Anselmo. El sol, la sal y el viento la han ido marcando día tras día, año tras año. Sus manos agrietadas y quemadas parecen rudas, pero cuando acaricia a sus nietos son de seda. No quiso que su hijo fuese marinero y trabajó lo indecible para darle unos estudios y una profesión mejor y menos sacrificada. Ahora Anselmo ve desde el puerto como el barco en el que trabajaba se hace a la mar con dos marineros senegaleses y uno de Mozambique.

Discuten sobre quien tiene la culpa de todo esto, uno dice que el gobierno, que permite que estos extranjeros trabajen sin papeles por un sueldo mísero, otro que los países ricos que han hundido a los países cada día más pobres de África, otros que los empresarios, que se están volviendo negreros y aprovechando del hambre y la indefensión de estos hombres para ganar dinero, otro que los extranjeros que se ofrecen a trabajar por cuatro perras gordas, sin dignidad, aceptando jornadas interminables, mandando al paro a los que exigen sus derechos, ellos son los que dan pié a los jefes, si pidieran lo suyo no jugarían con ventaja.

-¿Qué más da de quien sea la culpa? –dice Anselmo – Este gobierno tiene que dar una solución a esto antes que la gente pierda los papeles y se tome la justicia por su mano. Yo no tengo nada en contra de esos hombres negros porque sean negros, lo tengo porque no tiene vergüenza, porque van a lo suyo y punto. Si dices algo te llaman racista, y mientras tanto cada vez más paro en España, más españoles parados, y más extranjeros trabajando.

Alguien le dice a Anselmo que este país nuestro mandó miles de de trabajadores a Europa, que es lo mismo, pero al revés, pero Anselmo dice que no tiene nada que ver, que aquellos españoles llevaban su contrato de trabajo, que iban a trabajar a países donde hacía falta mano de obra. Me acerco al mostrador para estar más cerca de María, y ella los mira con esa mirada triste que algunas veces se escapa de sus ojos.

-Yo no sé quien tiene la culpa de todo esto farero, pero si se quien está pagando las consecuencias. Y María, desde detrás del mostrador, vuelve a mirar a mis amigos marineros, los hombres que están en el bar, en paro, mientras los barcos faenan con hombres de otras tierras abordo.

El viejo farero.


La postal.

Estaba dormida en un cajón, dentro de una cajita vieja donde guardaba todos sus pequeños tesoros. Llegó una mañana de otoño, como un pájaro que emigra desde el norte buscando las tierras cálidas del sur. Compartir un paisaje, una felicitación, una excusa para decirle que pensaba en él, que no le olvidaba.

Se había puesto a buscar un papel de esos que guardamos y nunca encontramos cuando hacen falta y terminó abriendo aquella cajita. Unas cuantas cartas, unas fotografías de hacía mil años, un billete de avión, otro de un tren de cercanías, una servilleta de papel de un viejo café donde seguían escritas dos palabras y una fecha… Y debajo, como protegida por todos los demás tesoros, una postal. Si cada foto, cada carta, había arrancado una sonrisa de su boca, aquella postal le erizó la piel. Era su letra, sus palabras, su clave cómplice y secreta de las despedidas.

Se hizo niño y copió con la yema de sus dedos cada letra, cada palabra, siguió el sendero que tiempo atrás marcase el bolígrafo que hubo en las manos de ella, como el ciego que palpa cada pliegue del rostro que no puede ver para dibujarlo en su mente, la acercó a su cara buscando su olor, pero el tiempo se lo había llevado. El tiempo, pensó, termina llevándose todo.

Comenzó a leerla y, antes de la mitad, un mar se interpuso entre sus ojos y la postal. La llamó, leyó su nombre en la firma y la llamó. Era inútil, sabía que ella era ya parte del pasado, como aquella tarjeta que tenía en sus manos. Y volvió a acostarla en el fondo de su cajita, y la fue tapando y abrigando con cartas, con fotografías que hacían de sábanas, y la cubrió con el mismo cariño que una madrugada lejana cubrió sus hombros desnudos.


El viejo farero.

Vicente el del canasto.

Dicen que vivía en una chabola debajo del puente de Triana, que cuando se levantaba lo primero que veía era el Guadalquivir, la calle Betis, el mismísimo puente, la Torre del Oro, la Maestranza…

A Vicente era fácil verlo, siempre andando ligero, con una prisa que no tenía por Reyes Católicos, por el barrio del Postigo, la Casa de la Moneda, la Campana, con su canasto de mimbre lleno de avellanas, cacahuetes, almendras, tapados con un trapo blanco colgado de un brazo y la otra mano en la frente, a modo de visera, como si le molestase el sol, como si quisiera proteger sus ojos de la luz de las farolas de Sevilla.

En su canasto llevaba frutos secos que unas veces te regalaba y otras te vendía y, antes de coger el dinero, te los volvía a quitar y se marchaba de la misma manera casi furtiva en la que había llegado. Entraba a los bares y se pedía una cerveza que muchas veces le rebajaban con agua y nunca le cobraban.

A Vicente estábamos convencido de que un día lo mataría un coche, se acercaba a ellos, pegaba su cara contra el cristal de la ventanilla y miraba dentro.

Dicen que Vicente tuvo una novia y que un mal día ésta lo dejó y, delante suya, se metió en un coche y se marchó con otro hombre. Desde entonces, Vicente, que se volvió loco, miraba en cada coche buscando a su novia. Otros más viejos dicen que siempre fue así, que a quien buscaba Vicente era a su padre, al que siendo él un crío vio como los nacionales lo metían en un coche y se lo llevaban para fusilarlo.

Ya no está su chabola bajo el puente, ni Vicente con su canasto, cruzando sin mirar las calles entre los coches buscando a su novia, o a su padre. El cielo, una vez más, tuvo celos de Sevilla y le quitó a otro ser querido, otra parte de la ciudad.

El viejo farero.

Es tarde.

Se pasó más de 5 años mi amigo Rafael mirando el buzón cada mañana. Dicen las malas lenguas que su novia conoció a un marinero extranjero y que una tarde, mientras Rafael faenaba en la mar, ella se marchó con su nuevo amor a la ciudad. Dicen que él la buscó y que una noche, en un café, la encontró besándose con el extranjero. –Déjame en paz y olvídate de que existo- dicen que le dijo ella.

Regresó a su pueblo, a su puerto, a su barco… a mirar su buzón cada mañana cuando regresaba del mar, pero nunca encontró la carta que esperaba.

Una tarde, hace tiempo, Rafael me contó parte de su historia en el bar de María, y me dijo que un buen día pensó que tenía que aceptar la realidad, que hay cosas que no tienen vuelta atrás, y vendió su casa, su barca, todo cuanto tenía, y se vino a este pueblo que ahora es su pueblo. Comenzó a trabajar en lo único que conocía: el mar, pero al poco tiempo pidió un préstamo y transformó su barco de pesca en uno con el que pasear a los turistas cerca de la costa, enseñándoles el puerto, los acantilados, un par de grutas por las que el mar juega a explorar la tierra por dentro y el faro.

Hubo marineros que no vieron con buenos ojos la idea de Rafael, aquel trabajo no era para los hombres de la mar, a mí, en cambio, siempre me gustó, porque es una manera de que la gente del interior conozca una parte del mar desde el mismo mar y lo ame.

Este mediodía, en el puerto, estaba mi amigo charlando con una mujer que había venido de la ciudad, quería hacer la excursión por la costa, ver los acantilados, ver el faro desde el mar, hablar con Rafael… pero mi amigo ha amarrado su barco y se ha venido al bar de María. Se ha despedido de la mujer que quería hacer la excursión con solo tres palabras: Ya es tarde.

El viejo farero.

En el viejo café.

Pasaba algunas veces por delante de aquel viejo café buscando un recuerdo, intentando volver a revivir aquellos minutos que pasó con él en aquellas sillas oscuras mientras sus manos se entrelazaban diciendo mil veces te quiero con el leve roce de las yemas de sus dedos.

Si entraba miraba la silla que permanecía vacía a su lado. ¿Qué estaría haciendo él, pensaría en ella aunque solo fuese un segundo, de la misma manera que ella lo hacía a cada instante? ¿La extrañaría como ella lo extrañaba a él?

Volvió a sentir bajo su mano el frío de la tapa de mármol, y sintió sobre su mano el calor de otra mano. Se repitió la imagen de las manos entrelazadas sobre la mesa de aquel viejo café y un torbellino de sensaciones recorrieron su cuerpo. Un beso, un leve roce de sus labios, un susurro… ¿Qué estaría haciendo él, pensaría en ella aunque solo fuese un segundo, de la misma manera que ella lo hacía a cada instante? ¿La extrañaría como ella lo extrañaba a él?

Pasaba algunas tardes por delante de aquel viejo café y, cuando entraba, miraba la silla vacía a su lado, el mármol frío de la tapa… y se perdía entre el recuerdo de dos hombres, de dos amantes.


El viejo farero.

Culpable.

Esta noche me he visto ante un fiscal y un juez sin rostro y sin cuerpo, en un juicio sumarísimo, sin testigos que puedan declarar en mi favor ni un abogado que me defienda, solamente el fiscal y el juez, sin rostro ni cuerpo y yo solo frente a ellos.

He aceptado todos los cargos de los que se me acusaba y he firmado un papel en el que reconozco ser un iluso, una persona soñadora. He reconocido que a mis 50 años sigo haciendo travesuras como si fuese un niño, que sigo creyendo que es verdad que me quieren cada vez que me dicen te quiero.

He aceptado las acusaciones de orgulloso, cabezota, solitario… la de poner el cuerpo y el alma en cada beso que doy y en cada caricia que hago.

He aceptado que perdono fácilmente, pero que me cuesta olvidar y que me resulta casi imposible pedir ayuda.

El juez sin rostro ni cuerpo se ha retirado un momento y ha regresado con su sentencia: Me ha condenado a seguir equivocándome, a seguir creyendo en las personas, a seguir esperando lo que jamás llegará.


El viejo farero.

La ballena varada.

Ayer comenzó el día con gritos y carreras por la playa. Casi no había salido el sol y ya se había corrido la voz: una ballena había aparecido varada en la arena. Hacía muchos años que no pasaba, tal vez por eso la gente ayer dejó sus quehaceres y vino a verla.

Algunos la miraban desde lejos, asustados de verse tan poca cosa si se acercaban mucho, otros más valientes se atrevieron a tocarla. Tan sólo unos cuantos han intentado la inútil labor de devolverla al mar. Los he visto desde el faro echarle agua por encima, acariciarla como quien acaricia a un niño asustado, hablarle y empujarla para que regrese a su mundo, pero la ballena se quedó dormida en la playa.

Ayer, al caer la tarde, las olas iban y la bañaban, parecía que querían rescatarla, que cada una de ellas quería decirle adiós dándole un último beso. Nadie sabe en verdad que ha hecho que esta pobre ballena termine su vida fuera del mar, unos dicen que se vuelven locas, que se pierden por culpa de los instrumentos electrónicos de algunos barcos, otros que es la contaminación… A mi me da miedo pensar que la ballena ha querido conocer otro mundo, que había visto el faro y los acantilados y quiso conocerlos. Me da miedo verla tan grande, tan indefensa, tan incapaz de rectificar su error y volver a las aguas donde vivía.

Hoy, con las primeras luces del alba, unos cuantos barcos pesqueros se han acercado todo cuanto han podido a la ballena cuando la marea estaba alta y han lanzado cabos y redes. En la playa, otros marineros y una máquina han ayudado a que los barcos se la lleven al mar del que nunca debió salir. No quiere nadie que pasado mañana vengan los turistas a hacerse fotos junto a ella como si fuese un trofeo cazado, a que se recreen mirando la tragedia. Somos las personas aficionadas a contemplar el mal ajeno, a mirar en la carretera el coche accidentado, a pasear por delante de la casa que se quemó, a ver en las noticias los niños muriendo…

Ha venido a media tarde un equipo de televisión, unos reporteros de un miserable programa que se alimenta de mostrar tragedias ajenas. Han llegado tarde, la ballena está dormida y el mar se la ha llevado lejos de la tierra, de los hombres, de los ojos que buscan la muerte para sentirse vivos.

El viejo farero.

El mapa de un tesoro.

Jugaban las olas con la playa, primero una de ellas le dejaba la botella y, segundos después, otra ola juguetona venía, se la quitaba, y se volvía al mar riéndose, con la botella entre sus espumas. Parece que ha sido una ola seria, una ola sin ganas de jugar, la que la ha lanzado con todas sus fuerzas lejos, a donde las demás no pueden llegar, y ahí se ha quedado la pobre botella, mirando de reojos al mar, esperando seguir formando parte del juego.

Me he acercado con la intención de devolverla al carrusel de olas, pero al cogerla he visto que tiene un papel dentro, un mensaje. Me he puesto nervioso, siempre he soñado con recibir un mensaje dentro de una botella. La he abierto y he encontrado un mapa y una explicación de un camino a seguir. Se ha dibujado en mi cara una sonrisa ingenua, nerviosa, como la de los niños cuando en la madrugada de Reyes abren el primer regalo.

Quiere la botella seguir siendo mecida por el mar y la lanzo más allá de donde rompen las olas, y me siento en una piedra y, después de ver el mapa, comienzo a leer lo que alguien escribió:

“No tengas prisa en este recorrido ni miedo a perderte alguna vez, no quieras acortar camino por senderos. Este mapa te llevará a un tesoro.
Tienes que bajar la gran pendiente, pasa lentamente entre los dos montes coronados por dulces cimas, míralos, escálalos, primero uno, después el otro… baja al valle que forman y aléjate de ellos hacia el sur, siempre hacia el sur.

Deja tu rastro por el camino que llega a la gran planicie, recórrela de este a oeste, de sur a norte y de norte a sur, corre por ella como un niño lo hace por un prado, detente a beber en el pequeño pozo que hay en su centro, y después sigue hacia el sur. Juega en el pequeño bosque que cubre una leve colina, adéntrate y piérdete en él una y otra vez, después prosigue tu camino hacia el sur.

Busca la gruta que llega a las entrañas de la tierra, llama a su entrada, muchas veces secreta, escondida, la magia te está esperando. Siente como se abre cual cueva de Aladino, siente su humedad, su calor… te une al centro de la tierra, a la fuente de la vida… Entra, déjate envolver por ella… Y cuando salgas, sigue el rastro que dejaste desde los montes del norte hasta la gruta del sur… y descansa, duerme en la planicie, junto al pozo pequeño que hay en su centro. Reposa tu cabeza sobre tu tesoro.”

El viejo farero.

Desnudo.

Se ha enfadado el mar esta madrugada y, en un ataque de ira, ha estrellado cientos de olas contra los acantilados. Parecía un hombre que se ha vuelto loco y tira y rompe todo cuanto hay al alcance de sus manos. Me ha despertado el estruendo de las olas y el lamento del viento que asustado quería colarse por entre los postigos, como buscando refugio dentro de mi dormitorio. Me he acercado a la ventana y he mirado por ella, pero unas nubes negras han secuestrado a la luna y han dejado a mi faro solo, siendo la única luz en esta noche negra y fría como las mismas nubes.

Así, medio inconsciente por el sueño, no me he dado cuenta y me he dejado todas mis corazas dormidas sobre la almohada, y sentado al borde de la cama me he mirado en el espejo que cubre una de las puertas del viejo ropero y me he visto desnudo. He querido taparme, pero ya era tarde, he visto los miedos que oculto durante el día, la soledad que tantas veces me invade y me hace daño, el dolor que aun vive en mi. He visto a ese niño ingenuo que sigue confiando en todo el mundo, el que se cree casi todo. Se ha cruzado mi mirada con mi propia mirada y he visto dentro de mi las heridas que la vida me ha ido dejando y que algunas veces vuelven a sangrar sin que nadie las vea, porque una leve sonrisa pone sobre ellas un velo que las cubre.

Me he mirado y he visto mis debilidades, mis fracasos, las palabras que se quedaron dentro y que jamás dije, las que algunas veces se vuelven locas y revolotean dentro de mi cabeza, de mi corazón, queriendo salir sin saber que ya es tarde, que son semillas que nunca darán su fruto, porque el tiempo de la siembra ya pasó y no me atreví a lanzarlas a la tierra de su corazón.

Avanza la madrugada y sigue enfurecido el mar, estrellando olas y más olas contra las rocas, y yo me asomo una vez más a la ventana, esperando un amanecer que llene de luz esta habitación, triste y oscura algunas veces, llamada corazón.

El viejo farero.

Gomas de borrar.

Algunas veces Miguelito, mi pequeño amigo que sueña con ser farero, me viene y me pregunta cosas de los deberes que le ponen en la escuela. Hoy me vio sentado en el bar de María y me preguntó si estaría allí mucho tiempo. –Es que… hay una cosa que no entiendo de los deberes, y mi padre no sabe de matemáticas… ¿me lo podrías explicar tu, farero? – Y casi sin darme tiempo a decir nada María le dice que si, que estaré allí un buen rato, hasta que se haga de noche, casi. Y se va mi pequeño amigo en busca de su cuaderno, y mis ojos dejan de seguirlo y se pierden en la inmensidad de los ojos de María, y mi mente me repite sus palabras, y mi corazón se angustia mirando el sol camino del horizonte. Ojalá la noche no fuese un ángel despiadado que me expulsa del paraíso de su compañía.

Regresa Miguelito con su bici y su mochila, se sienta a mi lado y saca un cuaderno. Me enseña unas cuentas que ha hecho y que están mal. – No pasa nada farero, las borro y las hacemos de nuevo. Y Miguelito coge su goma, y borra los números en los que se equivocó, y entre los dos rehacemos las cuentas.

Se va el crío contento, feliz, con sus deberes hechos. – ¡Eso es un poco de trampa, tunante…!- Le dice María al partir, y Miguelito se vuelve sonriendo, y dice que si, pero que no le importa.

Ahora, en la soledad del faro, me viene a la mente la imagen de mi pequeño amigo borrando las cosas que hizo mal, aquellas en las que se equivocó. Lo envidio, envidio la facilidad con la que borramos nuestros errores en un cuaderno, la facilidad con la que eliminamos las cosas en los ordenadores cuando queremos deshacernos de ellas. Ojalá hubiese una goma de borrar para las equivocaciones en la vida, una goma para borrar el dolor que nos dejó de una traición, el daño que hicimos cuando dudamos de quien nada había hecho.

¿Y las palabras que escribimos en la piel de quien amamos, los corazones que dibujamos en su espalda….? ¿Se borran? Tal vez el tiempo sea una goma de borrar palabras, tal vez otra boca, otras manos, sean gomas de borrar caricias, corazones pintados en la piel con el roce de la yema de los dedos… Tal vez la saliva de otra boca sea la goma que borre definitivamente los besos que pintaron antes otros labios.

El viejo farero.

Uno mas.

Algunas veces llueven limones y, como dice una buena compañera de foro, hay que aprender a hacer limonada, pero otras veces lo que llueven son regalos, y con estos el tema se complica, porque uno no sabe como agradecer el detalle de que se acuerden de ti, de que te aprecien y te den un nuevo regalo. Ahora, mi amiga Sakk me complica y me alegra un poquito la vida regalándome este premio. Me la complica porque no sé como agradecerle el detalle ni como decirle que el mejor premio es tenerla como amiga, y me la alegra doblemente, primero por ver que siguen dándole premios a ella y después porque los comparte conmigo.
La imagen que representa al premio la pongo en el rinconcito de la derecha, junto a los demás, su cariño, ya lo sabe ella, lo pongo en otro sitio.

Muchos besos madrileña, felicidades... y gracias.

Pedro Billetes.

No ha sido una pulmonía, como la que se llevó a D. Guido en el poema de Machado, pero anoche la muerte visitó el pueblo y hoy las campanas de la iglesia llevan todo el día tocando a difuntos.

Estaba María seria y triste, y antes de que le preguntase nada un amigo que tomaba un café en el mostrador me dio la noticia. –Farero, ¿sabes que se ha muerto don Pedro?

Nunca he deseado la muerte de nadie, pero hay algunas que, de la misma manera que no me alegran, tampoco me entristecen de manera especial, son la muerte de gente que cuando se van lo único que dejan de hacer es daño a los demás. A María, en cambio, cualquier muerte la sume en la tristeza, la pena y la angustia.

Nunca hicimos buenas migas el que hoy es un difunto y yo, nunca me gustó la gente que antepone a su nombre un don de tal manera que forman una sola palabra, la gente que se siente superior porque su fortuna es superior.

De su padre heredó buena parte de las riquezas que tenía, el resto lo consiguió explotando a sus trabajadores, aprovechándose de las malas rachas de otros para comprar a precio de risa, de vergüenza, su barco, su casa…

Decía no tener amigos, que no le hacían falta mientras tuviese la cartera llena de billetes, que no necesitaba una mujer a la que mantener ni que lo amara, que tenía las que quería, que para eso solo hacía falta dinero.

Se ha ido Pedro billetes sin tener un hijo, dejando en este mundo todas sus riquezas a un convento de monjas que rezarán por él todas las mañanas, que pedirán a Dios por su alma porque les ha dejado un buen capital. Le dará esta tarde una misa el cura, y cada domingo durante mucho tiempo, porque pagó con su dinero los arreglos de la iglesia y la imagen nueva de la virgen. Habrá en el cementerio una lápida de mármol grande y lujosa que lo diferencie de los demás muertos del pueblo, pero no habrá ninguna mujer que le lleve flores porque lo ama y lo recuerda, ni ningún hijo que eche de menos a su padre, ni ningún amigo que quiera sentarse una tarde junto a la tumba, porque no tenía amigos.

Se ha ido Pedro billetes y ha dejado aquí lo único que tenía: dinero. Se ha llevado con él su egoísmo, su admiración por un dictador, su desprecio a los hombres y a las mujeres. También se ha llevado los besos que compró porque no tenía otro modo de conseguirlos.

Dicen que se ha ido el hombre más rico de la comarca, pero es mentira. Él jamás vió una puesta de sol desde lo alto del faro, ni sintió las manos de una mujer que lo amase, ni jugó con un crío, ni charló con los marineros, ni oyó a la chica del violín cuando lo hacía llorar. Tampoco ha sentido en su corazón la pasión del amor, ni los celos, ni el dolor de una despedida, ni ha compartido un café de madrugada, ni ha soñado con volver a besar unos labios…

Se ha ido Pedro billetes, un hombre con dinero, un pobre hombre.

El viejo farero.

Un dia menos.

Tiene Encarna, la mujer de la tienda, un calendario de publicidad de una empresa con una hoja grande, una hoja con el mes actual. Tiene los números grandes, con el santo del día debajo de cada uno de ellos, y arriba, en las esquinas, en pequeñito, el mes anterior y el posterior al que estamos.

Lo he visto cientos de veces, pero hasta hoy no me había fijado en ese calendario. Y si lo he visto ha sido porque Encarna ha cogido un rotulador de trazo grueso y ha tachado el día de ayer con una equis negra que ha remarcado dos veces. Miro la hoja en la que están ordenados los días del mes, y los cuartos de la luna, y la veo llena de aspas, de cruces negras. Parece el calendario un cementerio de días.

-Ea, otro día menos farero. – Y Encarna deja el rotulador en un cajón y me pregunta que voy a querer. Le pido un par de cosas mientras sigo mirando la hoja llena de cruces negras y le pregunto a cuanto estamos. Encarna se vuelve, y mira su calendario, y me dice que hoy es 15, San Alberto.

-¿Por qué tachas los días Encarna?-

- Son los días que han pasado, los que se han ido, ya pasaron y los tacho, los borro.

Ahora, en esta casi eterna soledad del faro, pienso en Encarna y en su calendario cada día más lleno de días muertos, y la imagino llegando a final de mes, arrancando la hoja – Un mes menos- Y después, cuando acabe el año, tirando el almanaque –Un año menos - Un día menos, un mes menos… Pero, ¿menos, para qué?

Parece el calendario de la tienda el mapa de una ruta donde señalar las etapas recorridas, un listado donde marcar los objetivos conseguidos. ¿Pasar el día, sobrevivir un día más? ¿Esa es la meta?

No se hicieron los calendarios para matar días, ni para marcar los que se fueron y jamás volverán, ni para taparlos y mandarlos al olvido con una cruz negra encima. Y yo, tal vez por viejo, miro el almanaque que tengo en la cocina y veo los días que aun quedan por venir, los meses, las lunas llenas… Y cierro los ojos y veo otro calendario, otro almanaque que tengo en mi corazón, y veo días y más días rodeados con un círculo rojo: El primer día que sentí sus manos, el primer día que me besó, la primera cena con ella, la primera madrugada que tapé con mi sábana su cuerpo desnudo…

El viejo farero.

23 abril 2009

No es el final.


Hace tiempo, Maite, una buena amiga, decidió dedicarse en sus ratos libres a hacer piezas de cerámica. En una habitación que hasta entonces hacía de trastero puso su tallercito, un torno, unas estanterías, una silla, una mesa, y en un rincón del patio un pequeño horno, y comenzó a darle forma y color a platos, tazas, jarrones…

-Ojalá el destino pudiese modelarse a nuestro antojo como se modela el barro entre las manos farero, darle a nuestra vida la forma que deseásemos- Pero Maite sabe que la vida no es un trozo de barro, que, en todo caso, ella, la vida, y nuestras vivencias son las alfareras y nosotros las piezas a las que van dando forma.

Al principio regalaba sus trabajos a los amigos, pero un buen día alguien la animó a montar un puestecillo en la plaza los fines de semana, cuando viene la gente de la ciudad. Algunos turistas creen llevarse un tesoro cuando compran alguna pieza, porque está hecha a mano, porque no tiene la perfección de las que pare una máquina, porque en el barro se han quedado para siempre las huellas de las manos de Maite. No saben que no son sus huellas las que hacen de cada plato un tesoro, es el cariño con el que le da forma, las caricias con las que transforma un trozo de barro en una pieza de cerámica.

Este verano mi amiga Maite me regaló un faro hecho por ella. Al pié hay una frase que, según mi amiga, escuchó en una película, le gustó y la hizo suya. Muchas veces cuando paso junto al faro me paro y la leo, la sé de memoria, pero me gusta volver a leerla: Al final todo termina bien, si no es así, no es el final.

Mi amiga Maite se equivoca, igual que los turistas, ella cree que me ha regalado un faro con una frase bonita debajo, pero es mucho más que eso. Me ha regalado una ventana abierta a la ilusión, a la esperanza de que todo puede tener una segunda oportunidad. La vida me ha enseñado que no siempre es así, pero mi corazón es terco, un eterno alumno que nuca termina de aprender, y cuando leo la frase sonríe y me dice: ¿Ves? No es el final.

Casi se me ha echado encima la noche de regreso al faro. En el pueblo se han quedado mis amigos marineros, el puerto, los barcos, María… Abro la puerta y, por unos segundos, me imagino a esta mujer a la que amo saliendo a mi encuentro, abrazándome, dándome un beso de bienvenida a casa, de reencuentro… pero María no está, solamente la soledad del faro me espera. Y mis ojos vuelven a leer la frase que mi amiga Maite me regalo: Al final todo termina bien, si no es así, no es el final. Y mi corazón, sonriendo, me repite una vez más: ¿Ves? No es el final.

El viejo farero.


Así te veo yo.

Hoy amplío esta sección con las letras de una amiga. Para mi tiene un nombre corto y precioso, para el blog tiene uno más largo, pero igual de bonito: Alejandría. El escrito en principio no tiene título, yo le he puesto este que habeis leído: Así te veo yo.
Haciendo un poco de ese Rinconete que todos llevamos dentro aprovecho la situación y te doy las gracias por dejar tus letras en este viejo faro y, sobre todo, por esas charlas y esos consejos con los que me demuestras tu cariño.

Así te veo yo:
Así te veo yo, recuperando tu imagen a través de la distancia: que no te cambie la servidumbre de lo cotidiano. No dejes que nada limite ese tu ser interior, tan digno de ser admirado y amado.Cuéntame cómo transcurren tus días, háblame de tus sueños y esperanzas, no dejes que se te ahoguen en la posible mezquindad del mundo.Vuélvete hacia ti mismo, escribe, acorázate en tus escritos, ordena tus papeles, profundiza más y más en tus sensaciones, ideas y sentimientos y no consientas en que la grisura de la vida, de esa vida, en la que tú puede que seas la única nota luminosa, radiante, te descorazone y amilane. Sé tú siempre y por encima de todo sin concesiones porque si empiezas a hacerlas, acabarás claudicando, haciéndolas todas y entonces habrás naufragado. Te habrás perdido a ti mismo diluido en los demás sin la consideración de tu desprendimiento, del desprendimiento de tu yo, que bien pudieras interpretar como generosidad, te produjese satisfacción alguna, porque a los seres que como a ti, Farero, se les ha dado el aroma de otros mundos, se les da también el veneno del descontento.

Alejandría.

Sin palabras.

Hace unas semanas, la amiga Alicia, de LÁPICES PARA LA PAZ me hizo un regalo. Por más que le contase ella jamás sabrá lo mucho que me gustó, el regalo en sí y el detalle que tuvo. Ahora, después de verlo muchas veces, he decidido compartirlo. No se vosotros, pero yo al verlo me quedé sin palabras.

Gracias Alicia, eres un encanto. Un beso... tan grande como estas olas.

El viejo farero.


El mar guardián.

Me he asomado a lo más alto del faro y he mirado el mar. En los acantilados hay un grupo de personas haciendo lo mismo. Hoy, el viento de levante lo ha enfurecido y las olas se han vuelto locas y parece que intentan un suicidio eterno estrellándose una y otra vez contra las rocas.

Mañana, si el tiempo sigue igual, vendrá la gente de la ciudad a ver el mar embravecido, a verlo saltar por encima del espigón y a asomarse a los acantilados a ver como se rompen las olas. Sacarán sus cámaras y querrán llevárselo encerrado en ellas para después mostrar a sus amigos la fuerza de la mar, lo valientes que han sido arrimándose al borde del abismo, lo gracioso que quedó el padre cuando la ola fue más rápida que él y lo empapó de agua fría y salada.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, las noticias hablan de un grupo de hombres que han aparecido ahogados en una playa no muy lejana junto a una barca que no estaba hecha para atravesar este mar. Quisieron cruzar una línea azul y estrecha que separa su tierra pobre de esta supuesta tierra rica, quisieron cruzarla y tener un trabajo, pero el mar ayer hizo de vigilante, de centinela, de protector infalible de la frontera.

Duermen su sueño eterno en la playa de la tierra rica. La ironía de la vida ha hecho que los traiga el mismo mar que no los dejó llegar, el mismo mar bravío, hermoso, atractivo que esta tarde mirábamos extasiados desde los acantilados, desde el faro…

El viejo farero.

La maestra.

Tiene 60 años, pero la llaman señorita. No representa esta palabra un estado civil, pues está casada desde hace mucho, desde que era una jovencita de cuerpo delgado y ojos vivarachos; es más bien un nombre, un título lleno de respeto y cariño.

Siempre le gustaron los críos, pero la vida le negó la alegría de ser madre, lo intentaron de mil maneras, pero nunca hubo un corazoncito que latiese dentro de su vientre.

Los chiquillos, cuando se cruzan con ella por la calle, la saludan alegremente como si hiciera mucho tiempo que no la ven, los padres también la saludan, los pequeños la llaman seño, para los mayores es la maestra.

Una mala enfermedad la ha jubilado antes de tiempo y la ha querido alejar de la que ha sido su vida durante tantos años, y por eso, porque necesita seguir viviendo, entra al pequeño y viejo colegio algunas tardes, cuando no hay nadie, y se impregna de los olores a lápices, a gomas de borrar... Pasa sus manos sobre las mesas de los que hasta hace poco fueron sus niños, porque para ella no eran sus alumnos, eran sus niños, y le parece verlos, leyendo, dibujando, charlando y jugando a escondidas creyendo que ella no los veía... Cierra los ojos y aspira y se llena de aire, como queriéndose llevar la esencia de aquella clase.

Ha sido la maestra del pueblo, la maestra de todos los pocos niños que hoy corren por las calles y juegan entre las barcas y las redes, la maestra de sus padres y la de sus madres.

Ha venido a sustituirla un hombre joven que se hace llamar D. Pedro. A los niños les cuesta y muchas veces le dicen maestro, pero corrigen, él es D. Pedro, el profesor. Ella, en cambio, siempre fue la maestra.

Ahora, jubilada, mira desde detrás de sus cristales su colegio, ve a sus niños entrar cada mañana, los oye en el revuelo del recreo. Ve a los padres de sus niños, también ellos fueron sus niños. Ellos, al verla por la calle, le sonríen y la saludan con su eterno nombre de maestra.

El viejo farero.

Fácil, difícil... imposible.

Al principio de vivir en el faro me era fácil subir las escaleras corriendo, pasarme las noches enteras sin dormir mirando la luna sobre el mar, ver los barcos a lo lejos faenando...

Con el tiempo comencé a subir las escaleras más despacio, a quedarme dormido oyendo las olas mientras el mar me devolvía la luz que la luna le regalaba y a tener que esforzarme para ver los mismos barcos mucho más cerca.

Hoy subo las escaleras del faro inmensamente despacio, pero puedo hacerlo con los ojos cerrados, miro la luna sentado en la balconada y no necesito ver las barcos para saber quienes son los amigos que faenan en ellos, el sonido de sus motores, la forma en que se balancean sobre las olas me lo dicen.

Hay cosas que comenzaron siendo fáciles, cosas que con el paso del tiempo se hicieron difíciles. Son las mismas cosas que han seguido cambiando y se han instalado a unos pasos de la frontera de lo imposible. Subir al faro, pasar la noche despierto, ver los barcos a lo lejos...

Con el tiempo comencé a retenerla en mi cabeza, a quedarme dormido oyendo su voz y sus pocas risas, y las cosas que antes entraban solas y borraban su imagen ahora las tenía que buscar y forzarlas a ocupar el sitio que ella llenaba.

Hoy recorro dentro de mi corazón su cara, su voz, sus risas, su mirada triste, sus caricias. Lo hago inmensamente despacio, pero puedo hacerlo con los ojos cerrados. No necesito verla para dibujar su rostro, me basta con recordar su voz, su risa... me sobra con ver en mi memoria la silueta de sus olas verticales meciéndose al compás de sus pasos.

Hay cosas que comenzaron siendo fáciles, cosas que se hicieron difíciles, cosas que han pasado la frontera entre lo posible y lo imposible y hoy residen en el otro lado. Me es difícil subir a la linterna del faro sin pararme, me es muy difícil distinguir los barcos a lo lejos... me es imposible sacarla de mi pensamiento.

El viejo farero.


Mañana...

Mañana, cuando la marea suba, lo borrará como se borran los recuerdos con el tiempo, igual que la luz del alba borra los miedos de la noche, igual que la caricia y el beso de la madre borran las lágrimas del crío.

Mañana, cuando haya subido la marea, tú ya habrás leído dos palabras, después no quedará ni una sola letra en la arena, y la playa dejará de ser un papel amarillento portador de un mensaje para ti y volverá a ser una playa inmensa y vacía.

Mañana, cuando las olas se asusten y quieran volver al mar, y la playa se quede sola y vacía, bajaré desde el faro y pasearé por ella buscando las mismas palabras, buscando tu respuesta.

El viejo farero.

Gaviota.

Era única, tenía unas pequeñas manchas en su cara que la hacían a simple vista diferente. Se acercaba al faro, se posaba en la barandilla… Al principio si yo salía se asustaba y echaba a volar, pero poco a poco se fue acostumbrando a mí. Mis manos llegaron a acariciarla, entraba al faro… Jamás hubo gaviota como ella.

Algunas veces la veo volar a lo lejos, se acerca un poco pero de nuevo se marcha. Mira el faro desde los acantilados y si alguna otra gaviota se acerca a la torre ella emprende el vuelo, la observa desde lo alto y, algunas veces, grazna para que se marche.

He intentado dejarle comida y agua fresca, cualquier cosa que haga que regrese al faro, pero la gaviota sigue en su acantilado, tal vez por miedo, tal vez por desconfianza…

Ella no lo sabe, es una gaviota, pero algunas veces yo me asomo y hago como que miro el mar; no es verdad, no miro el mar, la busco a ella. Y otras gaviotas vuelan sobre el faro, pero ninguna es la gaviota de la cara manchada.

Algún día, tal vez, ella encontrará otro faro y otro farero que le de el cariño que yo le daba, o quizás un marinero que la deje posarse y comer en la cubierta de su barco. Algún día, tal vez, otra gaviota me acompañe en las tardes frías. Y ella jamás retorne a mi faro, y yo acaricie las plumas de otra que pierda sus miedos.

El viejo farero.

Partidas de cartas.

Suelen, los marineros del pueblo, jugar al dominó en el bar de María. Siempre me ha llamado la atención esa especie de violencia machista que hay en su manera de poner las fichas sobre la mesa. Parece, cuando las ponen de un golpe, que intentasen matar algo, o, cuando menos, espantar algún espíritu malo, o desfogar su impotencia ante mil cosas de la vida.

Uno de ellos las pone boca abajo, las mueve mientras discuten sobre quién hizo mal la jugada anterior, alzan la voz, discuten más con los que hacen de pareja de juego que con los rivales, comienzan a coger nuevamente fichas, las ponen de pié, ordenadas por puntos, y otra vez los golpes en la mesa, las miradas de reojos, el cigarro en la boca y los ojos medio cerrados por el humo del tabaco.

Hoy, cuando he entrado, los he visto sentados, en la misma posición de siempre, con algún espectador sentado en una silla un tanto apartada, pero no he escuchado el martilleo de las fichas sobre la mesa. He llegado hasta el mostrador donde María, sonriéndome, me esperaba.

-¿Hoy no juegan al dominó?

- No, hoy les ha dado por las cartas, pero es lo mismo, siguen discutiendo igual.

Casi no tiene María tiempo de terminar su frase cuando José, un marinero que es marinero desde que lo sacaron del colegio con 10 años, grita y se queja de las malas cartas que Antonio le ha repartido.

-Así no hay quien juegue, valiente reparto que has hecho. Y sigue la partida entre voces, quejas y golpes en la mesa.

Llevaban ya tiempo jugando y yo sólo he asistido a la última de las partidas. Piden una copa, una cerveza, un vaso de vino, y se arriman a donde María y yo teníamos nuestros cuerpos separados por un mostrador y nuestras manos rozándose simulando coger una servilleta de papel.

Los hay que han tenido mala suerte hoy y han perdido, hay quien ha ganado, hay quien siempre pierde.

Aquí, en la soledad del faro, recuerdo la partida de cartas de mis amigos marineros, y me vienen a la mente otra vez las palabras de María: La vida es una partida de cartas en la que el destino las reparte y nosotros jugamos. Hay quien le tocan todas malas, imposible de hacer nada bueno con ellas; son las personas con mala suerte. Hay quien abandona la partida, quien se rinde. Hay personas a quienes le tocan cartas buenas una y otra vez, son los afortunados, los de la buena suerte, los que la vida les sonríe, y hay quienes tienen de todo, unas buenas, otras malas… son la mayoría. La jugada que hagan, lo que sean capaces de sacar de esa partida depende de ellos, de como la jueguen, de lo que peleen; son los luchadores.

Las cartas, dice María, las reparte el destino, pero somos nosotros quienes jugamos.

El viejo farero.


Receta.

Tiene María un don especial para la cocina. Tiene esta mujer algunos defectos y muchas virtudes, pero en el bar, para los clientes, que en realidad son todos amigos, lo que más destaca es su manera de cocinar, de hacer esos platos y esas tapitas. A mi, en el bar, en el puerto, rodeados de gente o a solas, lo que me cautiva de ella es su ternura.

Tiene María 5 ó 6 mesas fuera y otras tantas dentro de su cantina; pocas veces por no decir nunca están todas ocupadas, pero hoy, será cosa del buen tiempo, no quedaba una mesa ni una silla libre. Amigos marineros en la barra, gente del pueblo en alguna mesa, y gente que vienen de la ciudad los fines de semana llenando el resto.

Andaba María a toda prisa de la cocina a la barra, de aquí volvía a la cocina, se detenía de nuevo en el mostrador a poner una cerveza, y salía con una bandeja llena de tapas y bebidas. La miro y la veo un poco desbordada, y me permito cambiarme de equipo, y me paso al otro lado del mostrador. Se ríen algunos amigos mientras Luis me pregunta que si busco pluriempleo. –Venga María, te echo una mano. Y María me pregunta que como pienso cobrar, y la miro sin decir nada, dibujando una leve sonrisa en mis labios.

Se va la tarde, se va la gente, y nos quedamos a solas María y yo. Me hace sobre la marcha una comida de su invención, especialmente rica, especialmente para mí, tomamos un café y María me pregunta por el precio de mi media jornada de camarero.

-Mmm… Vamos a ver… Pensaba pedirte la receta de esta comida, pero es que han sido muchos turistas los que he tenido que aguantar, así que… además de la receta, un beso. - Y María sonríe, y me llama sinvergüenza, y acerca sus labios a los míos y me lleva al cielo, y siento sus manos jugando en mi nuca, y el beso se hace eterno e inmensamente breve a la vez.

Nos quedamos unos instantes mirándonos y María me dice que soy un buen camarero, el mejor que jamás ha tenido a sus ordenes. - ¡Pero si nunca has tenido a ninguno a tus ordenes! Y se ríe, y multiplica su paga por 100.

Intento, a solas en la cocina del faro, hacer la cena cuya receta me ha dado María siguiendo paso a paso cada instrucción. Me hace gracia esta manera que tienen las mujeres de medir las cantidades a la hora de dar una receta: Un poquito de sal, un chorrito de aceite, otro de vinagre, unas hojas de laurel…

Al final la pruebo, he seguido cada paso, cada anotación, pero esta comida no sabe igual que la que me hizo María. Reviso todo, añado otro poquito de sal, la remuevo…

Es una buena excusa esta para llamarla y oírla, y le cuento el problema, y le pregunto que si no se habrá olvidado de escribir en el papel algo que ella puso y yo no… Y María se ríe, y me pregunta por los besos, y me dice que en la receta faltaba poner un ingrediente, el que se pone cuando besas a quien amas, cuando lo acaricias, cuando cocinas para esa persona a la que quieres… -Farerooo… ¿le has puesto cariño?

El viejo farero.

Lo real y lo ficticio.

Dicen que la huella que dejan las personas en nuestra vida no depende tanto del tiempo que estuvieron en ella como del momento en que lo hicieron y la intensidad con la que las sentimos. Que no son las palabras sino el roce, el contacto, el compartir los momentos, unas veces los buenos y casi siempre los malos, ese café que se deja sin acabar para, a escondidas, comerse a besos.

Dicen que la vida real está en la gente que nos susurra un te quiero al oido, que lo demás, lo que sólo se vive en la distancia, lo que sólo tiene como lazo de unión una pantalla, un teclado, un teléfono móvil, es ficticio, que quien te besa, quien cena y a la mañana siguiente desayuna contigo es quien forma parte de tu vida real.

Tal vez por eso este viejo farero es ficticio, irreal, algo que no existe, que jamás ha existido, que no es verdad, como tantas cosas que nunca lo fueron. Y tú, que necesitas esa realidad de carne y hueso borras palabras de tus oidos y de tus ojos y dejas que tu piel se llene de caricias nuevas.
Dicen que eso es lo único que en verdad existe, que lo demás no tiene valor.

El viejo farero.

Un nuevo regalo.

Desde Anaan (a la derecha tenéis un enlace) me han hecho un nuevo regalo envuelto en papel de premio. A mi, que soy más tímido de lo que pudiera parecer, me cortan estas cosas y no se muy bien que decir, sobre todo cuando este blog aparece premiado junto a otros tres a cual más lindo y lleno de sentimientos. Lo único que se me ocurre es dar las gracias a Anaan por el detalle y decirle que me lo guardo con todo el cariño del mundo.

Gracias… y un abrazo.
El viejo farero.

Más regalos.

Dicen que es un reconocimiento, pero yo, al igual que los llamados premios que han dado a este faro, lo considero un regalo. Esta vez ha sido la amiga Shobongezo desde su blog La realidad primera y última (teneis un enlace a la derecha).

Muchas gracias por incluir este blog entre los seleccionados para llevarse este regalo y por el detalle de pensar en mi. Hoy un beso y un abrazo.

Yo solamente se lo voy a dar a un blog. Es muy nuevo, pero su autora lleva tiempo dejando y regalando sentimientos en forma de letras. Yo tengo 3 razones para dárselo: Una, que es un blog con una estética divina, otra, que en él se lee puro sentimiento, la otra... que la quiero. Para ti, Mar, y para tu blog Desde mis acantilados, este reconocimiento, un abrazo y un montón de besos. 25.

El viejo farero.

Su rosa.

Los hombres dicen que está loca, que perdió la cabeza hace años, antes de venir a este pueblo, que hace cosas raras, que habla sola, que vive sola… Ellas, las mujeres, dicen que es un poco bruja, que si quiere puede echar el mal de ojos, que en el pueblo donde vivía ya lo hizo.

Yo la veía algunas veces por el pueblo, por el puerto, por los caminos, siempre ausente, lejana de casi todo. La saludaba y mis palabras y mis gestos se los llevaba el viento sin que llegasen, aparentemente, a sus oídos y a sus ojos.

Hace poco, una calurosa tarde de verano, casi al anochecer, se acercó al faro y se sentó a la sombra. Me vio mirándola desde la balconada y, por primera vez, un intento de sonrisa y un leve movimiento de su mano me enviaron un saludo.

Era tarde, madrugada, y salí del faro a cerrar la cancela del camino cuando la vi en el escalón de la puerta. Era una rosa roja, de un rojo intenso, oscuro. Se aprietan sus pétalos sobre ellos mismos como si tuviesen miedo, como si se arropasen unos a otros, como hacemos las personas cuando de noche, acostados, los miedos nos invaden. La puse en un viejo jarrón que ya había perdido la costumbre de cobijar flores y le puse una poquita de agua y, siguiendo los consejos que me diese hace años de Encarna, la tendera, una aspirina.

Cada mañana, con la luz de día, la rosa parece otra rosa. Se abre y llena la habitación con su fragancia, y cada tarde, cuando el sol se pone, vuelve a cerrarse sobre si misma.

Lleva así días y días, y al comentarlo en la tienda de Encarna una vecina me mira y me dice que tenga cuidado, que eso es cosa de la bruja, que no puede traer nada bueno, que mejor tire la rosa.

Ahora, en esta soledad donde solamente se escucha el mar y el crujir de alguna ventana con el viento, me he quedado dormido sobre la mesa, mirando la rosa cerrada sobre si misma, mirando sus pétalos protectores unos de otros.

He sentido sobre mi cabeza una mano que acariciaba, que se deslizaba dulcemente por mi frente, por mi cara, hasta llegar a mis labios para quedarse parada junto a ellos, sobre la mesa.
Una ventana mal cerrada ha dejado pasar una corriente de aire frío que me ha despertado poco a poco. Sin levantar la cabeza he mirado la rosa; estaba abierta, esplendorosa, fragante, y en la mesa, rozando mis labios, un pétalo.

El viejo farero.

Una estrella en el faro.

Se había enganchado en la barandilla del faro y cuando esta mañana he abierto la puerta me lo he encontrado luchando por escapar y seguir volando. Salgo y lo miro, es un globo de esos que llevan gas dentro, de los que venden en las ferias, en las fiestas de los pueblos. Tiene forma de estrella y unos colores llenos de vida. De una de sus puntas pende una cuerdecilla blanca y fina que termina en un pequeño lazo, y ha sido este el que se ha enganchado en uno de los adornos de la barandilla deteniendo el vuelo de la estrella.

La miro y no se si soltarla de su atadura y dejarla que siga su vuelo o si llevarla dentro y tomarla como prisionera hasta la tarde, cuando baje al pueblo y se la entregue al primer chiquillo que vea.

Dentro, en la salita, la he atado a la pata de una silla. Se queda la estrella a la altura de mis ojos cuando estoy de pié, se mueve levemente, se gira sobre el eje que traza la fina cuerda. Algunas veces, hace el intento de escaparse, de huir, de seguir volando, tan solo necesita sentir una pequeña corriente de aire para sentirse viva e intentarlo. ¿Se creerá esta estrella de plástico y gas una estrella de verdad? ¿Habrá visto volar sobre el puerto a las gaviotas y quiere irse mar adentro, como ellas, detrás de los barcos de los marineros?

Pobre estrella, no sabe que es un globo, no sabe que es el viento quien la lleva, que no decide ella su rumbo, que no tiene alas, que no deja una estela tras de si cuando vuela.

Me he enterado en el bar de María que en un pueblo cercano están de fiestas y mientras me lo cuentan mi mente vuela al faro, al globo que se cree una estrella de verdad, y pienso que se le habrá escapado a cualquier crío, que ha venido hasta mi faro, que una simple barandilla le ha cortado el vuelo y los sueños.

Ahora, de madrugada, casi amaneciendo, en la soledad del faro, he liberado a esta estrella tan particular de su atadura a la silla, he cortado la cuerda a unos centímetros de su comienzo dejándola casi en un simple nudo. La he tenido en mis manos y he querido creer que es una estrella de verdad que quiere volver al cielo, una gaviota transformada en estrella que necesita volver a volar sobre los acantilados, sobre la playa, sobre el mar…

He subido con ella al sitio donde la barandilla del faro la retuvo y, cosas de viejo, supongo, le he dado un beso y la he dejado en el aire. Ha salido volando, dando vueltas, como bailando, loca de contenta, hacia el mar. Se ha quedado un momento casi parada en el aire, sobre el faro, como despidiéndose de él, tal vez de mí, y después se ha hecho gaviota y ha volado hacia el mar, estrella que ha volado hacia el cielo.

Bajo a la cocina, y en la pizarra donde algunas veces anoto las cosas que se van terminando, pensando en la estrella, me pongo a escribir palabras sin sentido: Amor, amistad, recuerdos, años, vida…

El viejo farero.

¿Cuánto hace...?

¿Cuánto tiempo hace…

Que no miras aquellas fotos que guardaste en una caja…
Que no juegas con tus muñecas, con tus coches…
Que no te compras una bolsa de chuches…
Que dijiste “un día de estos te llamo y quedamos…”
Que no pides perdón por el error cometido…
Que no abrazas tu almohada imaginando al ser amado…
Que no dices “te quiero”…
Que no vuelves a tu barrio, a las calles por las que corrías de crío…
Que no recordabas el olor a goma de borrar…
Que no paseas en silencio con quien amas…
Que no miras los charcos buscando la forma de un animal…
Que no eres turista en tu ciudad…
Que no tarareas aquella canción que siempre tenías en la cabeza…
Que no compones un poema…
Que no mandas una carta escrita a mano…
Que no cierras el paraguas y miras al cielo para sentir la lluvia en tu cara…
Que no se estremece tu cuerpo con un beso, con una caricia…
Que dejaste de soñar…
Que escribiste tu última carta a los Reyes Magos…
Que soplaste velas en tu cumpleaños…
Que pintaste un corazón con dos iniciales… ?


El viejo farero.

Soñándote.

Esta madrugada no ha sido el rugir del mar, ni el viento que se relía entre los hierros de la barandilla, ni el golpeteo de esa ventana que tantas veces me dejo abierta por puro olvido. Tampoco ha sido el frío, esta madrugada me has despertado tú, tu recuerdo.

Entraste primero en mi mente y comenzaste a dar vueltas por ella sin yo saberlo, después bajaste a mi corazón y poco a poco lo fuiste acelerando. Has estado recorriendo mi cuerpo entero y me has llevado de la mano a la playa.

Te he visto delante de mí, entre mis ojos y el mar, entre mi pecho y las olas, y me he acercado a ti lentamente. Jugaba el viento con tu blusa y con tu pelo, y tú has hecho magia, y cuando he llegado a ti tu blusa había volado dejando al descubierto la fina piel de tu espalda.

He apoyado mi barbilla en tu hombro y he rodeado con mis brazos tu cintura; tú has inclinado levemente tu cabeza, aprisionando con toda la dulzura del mundo mi cara entre la tuya y tu hombro. He sentido tu vientre desnudo en las palmas de mis manos, y he apretado tu cuerpo contra el mío mientras besaba tu hombro.

Generosa, o egoísta, no se, has liberado mi cara y has dejado que mi boca recorra tu espalda y suba, dejando una estela de besos, hasta tu cuello. Han tenido celos mis manos, y han explorado tu vientre, y han subido hasta rozar tus pechos. Te has estremecido y has girado tu cara, buscaba tu boca a mi boca y se han encontrado.

Algunas olas han besado nuestro pies, tú has seguido con tu cabeza girada devorando mi boca, yo he seguido inclinado sobre tu hombro devorando tus labios, y mis manos… mis manos han acariciado tus pechos una y otra vez, y han jugado a ser alfareras que modelan dos pequeñas vasijas, y tú, entre beso y beso, te has vuelto y me has dejado beber de ellas.

No ha sido el rugir del mar, ni el viento que se relía entre los hierros de la barandilla, ni el golpeteo de esa ventana que tantas veces me dejo abierta por puro olvido. Tampoco ha sido el frío, esta madrugada me ha despertado tu ausencia, esta madrugada me he despertado soñándote.

El viejo farero.

Tanto...

Después de buscar entre sus escritos he decido dejar aqui este de una amiga. No es que sea el mejor de todos, la mayoría son preciosos, inmensamente sentidos, íntimos y llenos de sentimientos, pero este, para mi, es como las primeras luces de un alba que promete llenar de vida un corazón.
Ella es Mar_ y si mirais en mis enlaces vereis que tengo uno a su blog. Sinceramente creo que merece la pena visitarlo.
A vosotros os dejo con este escrito de ella titulado " Tanto..." A ti te doy las gracias por dejarme poner en el faro un trocito de tu mar.

Tanto te di que me olvidé de mi,
no pensé que un día te irías y
te llevarías los momentos
que juntos nos quedaban por vivir.

Tanto te regalé,que ahora tengo
que recomponer los pedazos del papel
dónde envolví mis días para ponerlosa tus pies.

Tanto camino tengo que volver a recorrer
que ya no me queda tiempo para pensarte,
ni razones que me hagan dudar
de que llegó el momento de vivir y olvidarte.

Mar__