22 abril 2009

Dos niños, dos bicicletas y yo.

Cada vez que lo veo bajar por el camino, de esa manera, con su bicicleta, me da miedo. Algunas veces me he cruzado con él en el sendero. Cuando esto sucede se dirige hacia mi tan rápido como le es posible; después, cuando está cerca, aprieta el freno trasero y bloquea la rueda que ya apenas si tiene tacos. Es entonces cuando levanta esa polvareda gigantesca que tanto le gusta y se me echa encima atravesando su bicicleta de uno al otro lado del camino. Salta de su asiento sonriendo y me mira a los pies. Yo creo que lo hace para decirme “mira lo bien que la domino, ni un palmo entre tus pies y mi bici”. Pero no lo dice, tan solo un “Hola farero”, sale de sus labios. Yo se cuanto la domina y cuanto disfruta con ello. Cuando esto sucede, si no es tarde y estamos cerca del faro se vuelve caminando conmigo y me acompaña. Algunas veces lo invito a un zumo, le encanta el de manzana. El hace como que no, pero sabe que los compro y los tengo allí para él. Me gusta verlo, con esa sonrisa casi perpetua en su cara y con su frente llena de churretes del sudor y el polvo. Algunas veces me pregunta cosas del faro, de su funcionamiento, otras son cosas de la mar... otras veces es él quien cuenta, y me habla de sus ilusiones, de que un día irá con su padre y su madre a la ciudad y le comprarán un freno y unas cubiertas nuevas a la bici. Algunas tardes estoy en el balcón cuando lo veo venir camino abajo, levantando la polvareda. Brilla el sol en su manillar, y a mi, el chaval con su bici, se me hace una estrella fugaz que va dejando tras de si su estela de polvo. Lo veo alejarse, y cuando se pierde tras el recodo del camino, otro niño, con una bicicleta negra y grande, sin frenos y muchas veces pinchada, baja por el mismo camino, haciendo las mismas locuras de niño. Es una bicicleta Orbea, grande, negra... es la bici de mi padre, la que yo cogía cada tarde para subir hasta más allá del faro y bajar como baja él. Esta tarde han llamado a la puerta, he abierto y allí me lo he encontrado, gimiendo, casi llorando, con sus manos y sus rodillas desolladas, llenas de pequeños chinitos y arena del camino. Se ha caído y el dolor y la sangre lo han asustado. Mientras yo lo curaba él miraba su bicicleta; tiene la cadena fuera de su sitio, el manillar torcido y la rueda delantera descentrada. Le duele más esto que sus manos y sus rodillas.

Bajando con él hacia el pueblo me he parado en el recodo grande del camino, me he sonreído al recordar a otro niño, hace muchos años, con las manos y las rodillas sangrando, con una bici rota... volviendo al faro, a que, el viejo farero de entonces, lo curase.


El viejo farero.


2 comentarios:

Lorenzo Rojo, "Lontxo". lontxo@hotmail.com dijo...

Hola viejo farero: hoy (28 de marzo de 2011), aqui en Quito, un amigo ciclista ecuatoriano me ha mostrado esta bonita entrada en tu blog. Y como me ha gustado he decidido tomarla prestada y colocarla tambièn en el mio (www.munduanbarrena.blogspot.com).

Gracias y salud. Lorenzo

El viejo farero dijo...

Hola Lorenzo: Hubiese preferido que antes de dejarla en tu blog me lo hubieses comentado ( de todos modos te hubiese dicho que si) pero bueno, se agradece que hayas colocado el enlace al lugar de donde la tomaste.

He visto tu blog y... ¿Estás dando la vuelta al mundo en bicicleta?

Un saludo.