22 abril 2009

Maria.

Cuando murió su marido a María le quedó un pequeño bar que él llevaba, un corazón roto, un pueblo que la observaba y dos niños pequeños a los que sacar adelante.
Cerrado estuvo aquel negocio una semana. En su puerta, escrito a mano y con faltas de ortografía, un papel comunicaba a los clientes el motivo de aquel cierre. Pura formalidad, todos en el pueblo sabían de la muerte de Manuel, pero ella quiso ponerlo, no se si como señal de duelo, si como homenaje a su esposo... o sencillamente porque pensó que así debía ser.
Era aun de noche cuando los primeros hombres, camino del puerto, vieron la luz encendida y la puerta abierta. Pensaron que María estaría ordenando cosas, limpiando, preparándolo todo para el cierre definitivo tal vez, pero ella estaba detrás de la barra seria, triste, nerviosa y asustada. Mientras esperaba a que entrase el primer hombre, el primer cliente, intentaba recordar como lo hacía Manuel. Las copas para los licores en una repisa estrecha y larga de cristal, las botellas de anís y brandy a uno y otro lado, la de orujo un poco más a la izquierda... los vasos para el café, las bolsitas de infusiones de poleo y menta que tomaba Enrique cada mañana... 12 años llevaba el bar abierto, pero pocas veces había estado ella allí tan de mañana, era su marido quien se levantaba antes que nadie, -cuando los hombres salen a la calle el bar tiene que estar ya abierto-, solía decirle.Solo Julián, un marinero viejo que tan solo se tenía a si mismo en la vida entró aquella mañana.
A la tarde se acercaron tres o cuatro hombres más. Así pasaron días y días. Las mujeres del pueblo jamás habían entrado en un lugar donde los hombres solo hablaban, casi a gritos, de bancos de peces, de temporales y de mujeres. Ahora tampoco querían que entrasen ellos, un bar que tiene a una mujer joven y viuda detrás de la barra no es un buen sitio para un hombre casado. Pero detrás de la barra también estaban cada tarde los dos chiquillos, era el único modo de cuidarlos, de ayudarles con los deberes...
Fueron pasando los años, y las cosas que en un tiempo se hacían raras se fueron volviendo normales. Los hombres entraban al bar sin importarles el sexo de la persona que les atendía, seguían tomando sus copas de anís, de brandy... seguían hablando casi a voces de bancos de peces y de temporales, hablando, ahora casi entre susurros, de mujeres...
Más de 25 años lleva María detrás de aquella barra, vestida de negro y viuda como el primer día. Perdió su belleza de mujer treintaañera, ganó la belleza de un pelo de plata y unos ojos tristes que miran desde el fondo del alma. Más de 25 años formando parte de aquel bar de puerto, como las copas, las botellas... Casi todo sigue igual, algunas cosas más nuevas, como el televisor que sustituyó a la radio, otras más viejas, como sus recuerdos... Detrás de la barra ya no están los hijos, se fueron hace años a estudiar a la capital, María les dio una profesión y un puesto en la vida. Alguna mañana de domingo se les ve llegar al bar, con sus coches grandes, sus hijos pequeños... Vienen, charlan un rato con ella... los nietos se toman un refresco, invita la abuela, ellos, los hijos de María, toman algo de pescado, invita la madre... Después se van, hasta dentro de algunas semanas... y María se queda de pié, sola, vestida de negro... con la belleza de su pelo de plata, de sus ojos tristes.

El viejo farero.

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