Posiblemente el motivo fuese puro egoísmo: no podía quedarme en ella y le robé un trocito. Sobre aquella primera playa dejé mis huellas y a cambio me llevé un puñado de su arena. También me traje el olor del mar que la besaba, el sonido de las olas y el recuerdo de una puesta de sol que se quedó marcada durante muchos años. Posiblemente, por puro egoísmo, quise más y me llevé aquel puñado de arena. Una bolsa cualquiera, un nudo, otro más, para no llenar el maletero, para no perder ni un grano.
Después fueron otras, otros botes pequeños, de cristal, con una etiqueta adhesiva y en ella escrito el nombre de la playa. Hoy son más de 40 los frascos llenos de arena, más de 40 los nombres y más de 40 las playas a las que robé una porción, mínima, insignificante para ellas, inmensa para mi, porque no sólo es parte de una playa, es parte de una vivencia.
Tienen algo que ver estas arenas con las personas. Casi no las vemos a pesar de estar ahí salvo que nos molesten o que nos llamen la atención por algo concreto. Después, cuando las observas un poco ves que cada una, a pesar de parecer igual a todas las demás, es diferente. Desde la fina y brillante de Laxe a la casi negra de Estepona o Cabo de Gata, de la playa de Comillas, de granos finísimos, a la playa de los Muertos en la costa de Almería, formada por pequeñas piedrecillas.
Una colección de arenas, de recuerdos, de playas pisadas y sentidas: Samil, Isla de Arousa, Santoña, Bakio, Isla Canela, Mazagón, Sanlúcar, Barbate, Aveiro, Ponta Piedade, Sagres...
El viejo farero.