Han sido muchos meses de obras, de restauración, de puentes cerrados al paso, de barandillas desmontadas, de ría sin barcas... pero es que todo lo que merece la pena cuesta, y la Plaza de España de Sevilla bien que lo merecía.
Los sevillanos podemos volver a sentirnos marineros remando en una ría que no va a ninguna parte y pasando por debajo de unos puentes que, en otros tiempos, fueron un escondite donde dar un beso a escondidas. Podemos mirar desde el suelo las torres que cierran la plaza al norte y al sur, y podemos, desde los balcones, mirar la plaza entera y ver ese burrito, heredero de aquel otro que, hace ya muchos años, daba la vuelta él solo, sin nadie que lo guiase, tirando de un carrito donde dos críos se paseaban.
Los que vienen de fuera vuelven a buscar el mosaico de su tierra, vuelven a hacerse una foto de recuerdo y vuelven, como siempre, a enamorarse de esta ciudad.
El viejo farero.