De haber sido un criminal tendría el agravante de nocturnidad y alevosía, porque así es como ha entrado este otoño tardío y repentino: de madrugada, sorprendiéndome dormido, a traición casi.
Ha estado lloviendo hasta media mañana y poco después del amanecer, con las primeras luces grises y plomizas del día, las calles se veían vestidas de otoño. Aceras llenas de hojas que el viento primero arrancó de sus árboles y después se las llevó lejos, unas veces volando, otras arrastrándolas sobre las lozas, hasta que el agua las ha hecho prisioneras y ahora están empapadas, pegadas al suelo, incapaces de seguir volando.
Se han convertido los jardines en pequeños lagos, y de su superficie nacen desde el mismo punto dos árboles siameses: uno se alza hacia un cielo lleno de nubes, el otro parece recostado, dormido sobre el agua. Es incapaz esta tierra que lleva seca desde la primavera de admitir tanta agua.
He apoyado mi frente en la reja que hoy cierra el parque y que me impide pasear bajo los árboles que hoy lloran desde sus ramas gotas de lluvia y me he sentido tierra. Una tierra sobre la que ha diluviado dolor, penas, tristezas, ausencias… Una tierra incapaz de absorber tanta lluvia, una tierra encharcada, como la de este parque, una tierra a la que de repente llegó otro otoño igual de gris y de frío. Me ha traído a la realidad el frío del hierro mojado y unas gotas que corren por mis mejillas. Es la lluvia, me digo.
A mediodía salió el sol y la tierra del parque va bebiéndose los pequeños lagos, los charcos. Los árboles siameses han sido separados por algún misterioso cirujano y ahora solamente queda uno que crece hacia un cielo azul. Cuestión de tiempo esto de que la tierra se beba la lluvia, cuestión de tiempo que cese ese otro diluvio y la tierra que hoy soy sea capaz de absorber tanta lluvia, tanto dolor, tanta tristeza.