12 abril 2012

Faros de Portugal, VI.

Hace más de 2.000 años Estrabón definió la zona del Cabo San Vicente como "el último lugar habitado de la Tierra". Algo de razón tenía. De todos los cabos en los que he estado hay dos lugares en los que me he sentido literalmente en el fin del mundo: Estaca de Bares y  este Cabo de San Vicente.  Tanto si vienes desde el norte por la costa portuguesa como si lo haces desde el este aquí en el Cabo San Vicente se termina la tierra. No hay más. No es el punto más occidental de Europa, pero es donde se termina todo, es el último pedazo de tierra europea que veían los marineros que partían para  África y  América y el primero en ver a su regreso. Por ello a comienzos del siglo XVI durante el reinado de Manuel I de Portugal el obispo del Algarve, Fernando Coutinho, mandó construir en el cabo una fortaleza y una torre que hiciese las veces de faro. 

Inglaterra siempre se ha enriquecido de lo que ha ido robando a pueblos invadidos (que se lo digan a Egipto) o colonizados y de lo que sus piratas robaban en la mar asaltando barcos;  y fue uno de estos, Francis Drake, quien en 1.587 llevó la cultura inglesa al Cabo de San Vicente en forma de destrucción y saqueo de la fortaleza. En 1.606 Felipe II de Portugal manda reconstruir el faro que está en funcionamiento hasta 1.755, año en que es arrasado por el terremoto de Lisboa.



Pasarían más de 90 años hasta que un nuevo faro guiase a los hombres de la mar en esta zona y fue mandado construir por la reina María II de Portugal entrando en funcionamiento en octubre de 1.846. Estaba equipado con una óptica catadióptrica y 16 candeleros de aceite y reflectores parabólicos de cobre galvanizados en plata. Su alcance era tan sólo de 6 millas náuticas. La óptica tardaba 2 minutos en dar la vuelta y durante ese tiempo daba unos destellos durante 2 segundos de manera que durante 1 minuto y 58 segundos no se veía luz alguna.


El faro poco a poco fue quedando desatendido hasta llegar a un abandono casi total hasta que en 1.897 comienzan unas obras de restauración y mejora que se prolongan durante 11 años.  Su altura se eleva en más de 5 metros y se le instala una óptica con lentes hiperradiantes de Fresnel. Este tipo de lentes son las de mayor tamaño y en el mundo no llegan a 10 los faros  que disponen de ellas siendo la mayor de todas las existentes en los faros portugueses. Para hacernos una idea del tamaño unos datos: Está compuesta por tres paneles, cada uno de ellos de 3,58 metros de altura y una superficie de 8 metros cuadrados. Su distancia focal (distancia entre la fuente luminosa, en este caso la lámpara,  y los cristales de la óptica en sí) es de 1.330 milímetros.  Imaginad  una caja de cristal, con 3 lados, 3,58 metros de alta y 2,70 de ancha. Grande ¿verdad? Pues así es la óptica de este faro: inmensa.  Pero la óptica, a pesar de su tamaño y de su correspondiente peso hay que hacerla girar. Entre los problemas que daría colocar la óptica sobre unos rodamientos tenemos el del desgaste. A medida que se fuesen desgastando el giro sería más lento con lo que la frecuencia de los destellos que identifican al faro variaría y llevaría a engaño. Para ello la óptica está instalada y flota sobre una cubeta que contiene 313 kilos de mercurio; el roce es prácticamente cero y el giro se realiza mediante un mecanismo de relojería.




De la fuente de iluminación primitiva formada por un candelero de aceite de 5 mechas se pasó a una lámpara de incandescencia de vapor de petróleo, se electrificó en 1.926 mediante generadores y  en 1.949 fue conectado a la red eléctrica pasando su funcionamiento a automático en 1.982. Hoy en día es una torre cilíndrica de piedra y linterna pintada  de rojo,  la altura del faro es de 28 metros y su plano focal es de 86 metros sobre el nivel del mar. Ofrece un destello de luz blanca cada 5 segundos y su alcance es de 32 millas náuticas, o lo que es lo mismo: casi 60 kilómetros.





En los edificios aledaños al faro se han instalado un centro de visitante y una tienda de recuerdos y objetos relacionados con los faros.  Delante del edificio hay un aparcamiento donde cada día montan una especie de mercadillo en el que  puedes comprar desde caracolas marinas al típico gallo portugués pasando por bufandas, abrigos, toallas…  y cada tarde cientos de personas acuden al Cabo a ver la puesta de sol.

Y ahora, con el sol ya escondido y el faro convertido en señor de la costa y del mar, regreso a Sagres donde pasaré la noche. Hoy el hotel es un hotelito, el más pequeño de cuantos he usado hasta ahora pero con encanto.  Se llama La Casa Azul y lo lleva una pareja joven y  encantadora, y a pesar de ser moderno mantiene los colores azul y blanco tan propios de estas tierras. Tiene wifi gratis y por si no llevas portátil o móvil tienen un ordenador conectado a internet que te dejan usar sin problemas.  Si alguna vez estáis por la zona y tenéis que hacer noche éste es un buen sitio. Y si además es miércoles aprovechad para visitar el faro por la tarde.