Algunas veces hasta los busqué en el filtro pero jamás aparecieron. Había oído hablar de ello, de esos calcetines que teóricamente metemos en la lavadora y que se pierden, que nunca aparecen, pero siempre pensaba que se perdían en cualquier sitio menos dentro de esa máquina. Era imposible que pasase. Pero pasa, al menos a mi me lleva pasando mucho tiempo. No hay aquí en el faro una señora que venga del pueblo a cocinar y limpiar y que, Dios sabe el motivo, va dejando calcetines desparejados. Tampoco hay niños que jueguen con ellos y terminen perdiéndolos.
Una tarde, hablando con unos amigos en el bar de María sobre el tema ella me dio un consejo: pon los que no tienen pareja en un cajón, de vez en cuando los ordenas, verás como terminan apareciendo todos. Lo hice, dediqué uno de los cajones vacíos a poner los calcetines que salían de la lavadora y no encontraba su pareja, pero ahí siguen la mayoría de ellos. No son muchos, pero siguen estando solos, todos juntos, pero solos.
La tarde se ha pintado de gris y amenazaba lluvia y he recogido la ropa que tenía tendida en el patio. Vuelve el misterio de los calcetines y vuelvo a abrir ese cajón, a sacar los que hay, a extenderlos sobre la cama y a poner los tres que traigo desparejados junto a ellos. Uno a uno los voy colocando junto a cada uno de los que ya había, pero ninguno casa. No hay explicación, al menos yo no la encuentro. Y ahí se quedan sobre la cama, todos alineados, en formación, esperando que la suerte les devuelva la pareja que perdieron. Se me hacen un grupo de hombres a los que el destino convirtió en solitarios. Hasta creo que se emocionan y se ponen nerviosos cuando los cojo en mis manos y les coloco a su lado otro calcetín buscando la media naranja que les falta, pero la ilusión les dura un segundo, el tiempo que tardamos, ellos y yo, en saber que ese nuevo que acaba de llegar tampoco es su pareja, que siguen formando parte de un grupo cada día más grande de seres que perdieron su pareja.
Cuando abro el cajón y cojo los calcetines para compararlos con los nuevos que traigo me imagino a las mujeres de los marineros en el puerto las tardes de invierno, esperando el regreso de los barcos con sus hombres. Y cuando los devuelvo a la oscuridad de un cajón cerrado siento que ellas regresan a la penumbra de su casa, solas, porque el hombre que esperaban no volvió del mar.
Me estoy volviendo un viejo que sufre con la soledad de los calcetines, y me lo cuento a mi mismo, y lo escribo en un papel que, camino del pueblo, quemaré y tiraré al mar porque, ¿cómo voy a decirle a mis amigos marineros que me duele la soledad de los calcetines, que me imagino que son hombres que se quedaron solos, mujeres que se asoman al puerto esperando el regreso de un marido que nunca regresa? ¿Cómo le digo a María que se me nublan los ojos imaginando esa soledad sin ella, bajando al pueblo y que no esté, buscando su cara por las calles y no encontrarla?