Esta noche me he sentado delante
de la vieja mesa, he cogido la pluma que un buen día me regaló María y he
ordenado unos cuantos papeles blancos como la espuma de las olas que se rompen
contra las rocas. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero en los papeles hay
docenas de palabras escritas y tachadas un segundo después, docenas de caminos
empezados que se terminan en el segundo paso. Ahora, como tantas veces, me
refugio en el balcón del faro, fuera, donde el aire frío de la noche me cala
hasta el alma y donde quiero ver lo que es imposible ver: el puerto, el café de
María, a ella… Lo que esta tarde era un rumor de olas se ha convertido en rugidos que salen del fondo del mar y suben
por los acantilados y se filtran entre las rocas y entre los postigos de las
ventanas. No sé si esta noche el mar está enfadado y grita o si se siente tan solo como yo y llora.
He regresado a la vieja mesa y se
me hace que los papeles se han quedado dormidos esperando que los vista con mis
letras. He tomado de nuevo la pluma entre mis dedos y he empezado a dibujar
por uno de ellos líneas sin sentido, despacio, sin prisas, líneas que se cruzan
y se enredan. En la radio un espacio
dedicado a Portugal llena la noche de fados, de tristeza, de melancolía, de
nostalgias, de saudade que dicen ellos. Pocas cosas me llegan más al corazón
que la voz de una mujer portuguesa cantando fados.
He visto en el papel la espalda
de María y he convertido mi pluma en mis dedos, y he vuelto a dibujar líneas
sin aparente sentido, excusas para recorrer su piel y sentirla. Que solo está el faro… que solo estoy yo
cuando no está ella.
El viejo farero.