28 mayo 2014

Un semidiós esclavo.

Esta tarde, cuando el sol estaba a punto de ocultarse tras el horizonte, mirándolo me he acordado de Don Luis, mi viejo maestro, cuando nos contaba que, en otros tiempos, los hombres creían que la Tierra era el centro del universo y todo, incluso el sol, giraba en torno a ella. Don Luis idolatraba al sol, al "astro rey" como le gustaba llamarlo, al dios Ra de los egipcios. Nos da calor, decía, da vida a las plantas, hace madurar la fruta, deshiela las nieves de  las montañas y hace correr los ríos... está en el cielo y, como el otro dios, lo vé todo: lo que hay en nuestro pueblo, sus campos, sus casas, lo que sucede en el otro lado de mundo...

Ahora, de madrugada, el silencio de la noche me ha despertado. El viento se echó cuando las sombras se convirtieron en una sábana oscura que cubrió el mar, la playa, los campos y los cielos. Las olas llegan como asustadas a la orilla y casi no se atreven a romper sobre la playa, se deslizan sigilosas por la arena y regresan al mar como un ladrón que quiere ser invisible. Incluso las que llegan a las rocas de los acantilados lo hacen con mimo, con ternura.

Me he asomado al balcón del faro y he visto algunas estrellas, las luces de los barcos que andan faenando y, a lo lejos, las  del pueblo. Está la noche tan en calma y yo tan despierto y solo que he decidido bajar a la playa y pasear por ella con la única luz de una pequeña linterna, porque hay luna nueva y el cielo está oscuro y es negro como la pena, como la soledad impuesta, y me he acordado de mi viejo maestro y de su semidiós el Sol. ¿Qué tierras estará iluminando ahora? Y al pensarlo me he dado cuenta que el sol no es tan poderoso, que es un diós esclavo del tiempo, de un ritmo impuesto por algo más grande que él, que no puede elegir qué quiere ver ni qué tierras quiere alumbrar.

Sentado en las rocas he mirado al faro, a mi faro, a su linterna, a su luz, esa que todos ven como un guiño veloz y que, en realidad, no se apaga en toda la noche. Pobre sol, tan poderoso, tan centro de todo, tan semidiós y nunca ha visto mi faro encendido de noche. Ningún faro encendido en la oscuridad de la noche.

La luz, unos segundos de oscuridad, otra vez la luz, la oscuridad... las estrellas en el cielo, la luz de mi faro girando, besando por una fracción de segundo cualquier cosa que esté a su alcance. Yo en la soledad de la playa viéndolo y el sol al otro lado del mundo, viendo otras tierras, otros mares y sin ver nunca mi faro encendido en la oscuridad. Un dios al que las leyes del  Universo prohibieron ver los faros en la noche. Y yo, un simple mortal, me siento el ser más afortunado del mundo, porque puedo  ver el mar de día como lo hace el sol, ver mi faro de noche, vivir en él, subir a la linterna y bañarme en su luz cuando todo alrededor es oscuridad.