05 julio 2016

La mariposa que quiso conocer el mar.

No es que se llene de hombres y mujeres tendidos sobre sus toallas, ni de niños corriendo o haciendo castillos de arena, ni de sombrillas...  la playa es grande, inmensa para la cantidad de personas que acuden, pero a pesar de ello prefiero pasear por ella al amanecer, cuando, si hay alguien, es algún visitante que ha venido desde la capital y pasa las primeras horas de la mañana intentando pescar algo con su maravillosa caña con la que, las más de las veces, solamente le arranca al mar un puñado de algas.  Prefiero el olor a sal al olor a bronceadores, prefiero esquivar una pobre medusa que la mar desterró a esquivar toallas y, sobre todo, prefiero oir el romper de las olas y a las gaviotas cuando me acerco a ellas y echan a volar protestando a oir la música de un teléfono móvil convertido en radio.

Esta mañana la playa estaba sola, casi sola: no había nadie pescando manojos de algas, no habían gaviotas posadas sobre la arena, mirando cara al viento para que sus plumas no le molesten en los ojos, no estaban mis amigos los correlimos jugando al pillar con las olas... solamente ella, sola, a contraluz de los primeros rayos de sol de la mañana.

De lejos parecía una concha, una de los cientos de conchas que la mar, cuando baja la marea, deja al descubierto, y que los críos recogen como si fuesen piezas de oro que un pirata ha ido perdiendo mientras las llevaba de su barco a una cueva secreta. Ya, de cerca, he visto que era una mariposa. 

Me he parado junto a ella y por unos segundos no he sabido qué hacer. La he tocado con toda la suavidad que he podido para ver si estaba viva y, cuando lo he comprobado, me he sentado en la arena y me he puesto a mirarla. ¿Qué hará una mariposa en esta playa? ¿Se habrá perdido y, cansada, se ha posado en la arena?  ¿Habrá oído las olas y, curiosa y valiente, ha venido a ver  a los  gigantes que se han pasado la madrugada bramando?  
No sé si cogerla y llevarla al pinar,  siempre que las veo recuerdo las miles de veces que, siendo un crío, me decían que si las cogía perdían el polvo que tienen en sus alas y ya no podían volar nunca más. Pero dejarla aquí es condenarla a morir, a ser la comida de algún ave, a ser el juguete temporal de algún chaval, a ser engullida por el mar cuando suba la marea...

Tal vez sea cruel pero decido dejar a la mariposa en la arena, ¿quién soy yo para marcarle su destino, para cambiárselo, para impedir que vea el mar, que lo escuche, que lo huela?  Tal vez la pobre mariposa tenga sus minutos de vida contados pero ella ha venido hasta la orilla de este mar, ella morirá, posiblemente, viendo y sintiendo cosas que la inmensa mayoría de mariposas ni siquiera han soñado.

Regreso de mi paseo y la playa sigue sola, sin niños que buscando tesoros encuentren una mariposa, sin gaviotas, sin correlimos... solamente ella, frente al mar.