28 septiembre 2016

Fantasias y realidades.

Hoy, en el bar de María, los pocos marineros que allí estaban se dividían en dos grupos irreconciliables. Hoy no se trataba de fútbol o de política, hoy el responsable era un programa de televisión en el que hablaban de fenómenos paranormales, de cosas extrañas que ocurren en un pueblo aragonés destrozado durante la guerra, donde dicen que se oyen gritos, aviones que se acercan, bombas que caen y estallan... sonidos de la guerra que se quedaron entre aquellas ruinas para siempre.

Discuten mis amigos marineros si es cierto, si es un timo... hasta que se van yendo todos, todos menos Ángel, un hombre que llegó al pueblo cuando era un chaval, que se casó con una mujer de aquí, que trabajó toda su vida en el puerto, que tiene tres hijos que nacieron en el pueblo pero que, a pesar de todo ello, jamás se sintió de este pueblo.

Se nos acerca callado, cabizbajo. Un minuto, dos, con sus brazos apoyados en el mostrador hasta que, sin mirarnos, nos dice que él sí cree lo de las voces, los aviones y las bombas. 

Paga a María el importe de lo consumido y, desde la puerta, nos dice que a él le pasa cuando regresa a su pueblo. Y se vuelve sobre sus pasos y, junto al mostrador, nos cuenta una historia que nadie conoce.

Por el pueblo donde Ángel vivía pasaba un pequeño río que le daba vida a la comarca: regaba sus campos, les daba de beber y, en los días de verano, servía de playa a los chavales. Hasta que un mal día alguien decidió que, 2 kilómetros río abajo, era el lugar ideal para construir un pantano. Expropiaron tierras y echaron a los vecinos porque las aguas cubrirían el pueblo.

Nos ha contado Ángel que desde la carretera nueva, si el pantano está un poco bajo de agua, se ve la torre de la iglesia, la misma torre a la que el arzobispado mandó quitar las campanas para ponerlas en la iglesia del pueblo nuevo y que, oh, misterio doloroso, se perdieron por el camino.

Este año el verano ha sido largo y seco y el pantano, dice, está más bajo que nunca. La iglesia entera está al descubierto, igual que los restos de la muralla de lo que, siglos atrás, fue un castillo. Incluso de  un par de casas de la parte alta del cerro pueden verse sus 4 paredes en pie.

Nos ha contado Ángel que ayer, desde la carretera nueva, mirando su pueblo, mitad bajo las aguas mitad asomado sobre ellas, oyó otra vez las campanas doblar llamando a misa. Escuchó los gritos de sus amigos jugando en el río, vio al viejo Eusebio cargando la yerba en el carro y al pobre de Rocinante, su burro, rebuznado porque quería irse al corral. Vio bajar por la vieja carretera a  la pareja de guardias civiles  del pueblo de al lado, haciendo su ronda a pie, con sus tricornios negros, sus capas verdes y sus fusiles al hombro. Y vio, en la minúscula plaza Mayor, la fuente con los 4 caños pariendo agua constantemente.

Me pasa cada vez que voy, farero,Yo sé que las campanas no suenan, que no están, ni los niños que eran mis amigos, ni el viejo Eusebio, ni su burro, que los guardias no puedan andar por la carretera, que la fuente dejó de echar agua hace una eternidad... pero yo los oigo y los veo farero. No sé si están dentro de mí o soy yo, que me quedé en el pueblo y no lo sé.

Se marcha Ángel más triste que nunca, no sé si pensando que se está volviendo loco, si es porque después de toda una vida sigue echando de menos su pueblo o, ¿quién sabe? si es que le da miedo no saber ya que es verdad y qué imaginado.

Es hora del volver al faro. Me despido de María, le doy un beso y, desde la puerta, la miro. Está detrás del mostrador, con su pelo recogido y con esa ternura eterna en su mirada. ¿Será María como las campanas y los niños del pueblo de Ángel, solamente un sueño, un recuerdo?

Vuelvo donde ella y me pr
egunta qué se me ha olvidado ahora. Nada. comprobar que eres real. Y me pierdo en un beso eterno.





15 septiembre 2016

Promesa de lluvia.

Esta tarde el viento me ha llevado a las marismas. Hacía una eternidad que no me perdía entre el silencio y la soledad de aquellos campos que, con las lluvias, juegan a disfrazarse de mares. Mares de agua embarrada, mares de tierra resquebrajada, mares de arroz verde, de arroz amarillento... la marisma no es otra cosa que eso: una tierra que juega a ser mar.

Hoy las nubes, por unos instantes, prometieron lluvia. Después han sido como esos políticos que aparecen por los pueblos poco antes de las elecciones prometiendo mil sueños y, como ellos, las nubes se han marchado sin dejar nada y llevándose mi ilusión de sentir el agua en mi cara y el olor a tierra mojada en el aire.

Hoy la marisma estaba vestida de verde, del color verde del arroz, ese arroz andaluz que después se llevarán a Valencia para volver a vendérnoslo como arroz valenciano. Que pena que no valoremos más lo nuestro. Dentro de poco volverá a cambiar sus colores, y sus tierras secas y cuarteadas se cubrirán de agua. Aquí todo cambia, todo menos esta soledad que me llama y me rodea. Solamente en primavera, cuando alguna gente de la ciudad viene con sus grandes todoterrenos a ver los flamencos rosa y las cigüeñas la marisma deja de ser un paraiso de paz, silencio y soledad. Es entonces cuando yo, si vengo, busco los caminos más apartados, aquellos donde lo único que hay cerca es la marisma.

Regreso con la tristeza que provoca la decepción, con el dolor pasajero de ver nubes oscuras que, al final, no dejaron lluvia. Me consuela mirar mi viejo mapa y saber que, el mes que viene,
seguirán ahí, y que en otoño llegarán las lluvias y volveré a ver una marisma nueva convertida en mar.