06 noviembre 2019

Soltando lastre.

Ahora que los días son más cortos y las  noches más largas parece que tengo menos tiempo para compartir con los demás y un poco más para compartirlo conmigo mismo. Viene bien, de vez en cuando, hablar con uno mismo, dedicarse tiempo, oírse, sentarse solo y verte al mismo tiempo frente a tí. 

Anoche, desvelado y cansado de oír el mar romperse mil veces contra las rocas y al viento silbar queriendo entrar por cada ventana me puse a buscar algunas fotos. Las hago, las paso a esta máquina que se llama ordenador, elimino unas cuantas y el resto se quedan en una carpeta a la que bien podría llamar limbo, porque ahí se quedan dormidas, un mes, un año... una eternidad, esperando una especie de juicio final en el que alguien decida si pasan al cielo de las fotos elegidas o terminan desapareciendo en esa hoguera de purificación que las elimina para siempre.

No encontré las que buscaba, pero aparecieron otras que, las más de las veces, ni recordaba tenerlas, fotografías que un buen día dejé, como tantas cosas, guardadas sin saber muy bien el motivo. ¡me pasa con tantas cosas! y así tengo el ordenador, el trastero, el corazón... llenos de cosas que voy guardando, unas veces porque son bonitos recuerdos, otras por si algún día pudieran volver a servir, otras por pereza, algunas por miedo a perderlas para siempre, aunque sepa que jamás volverán a ser lo que fueron.

Un día, hace mucho tiempo, entré al trastero y decidí hacer zafarrancho y tirar todo aquello que ya no valía. Más difícil fue hacer lo mismo con algunos recuerdos. Sacar las cosas del corazón siempre es más difícil que hacerlo de un trastero.  Hoy me he propuesto hacer otra limpieza, le toca a las fotografías que un día guardé y que hoy no tienen sentido. Se me hace difícil al principio pulsar el botón y eliminarlas, pero, como tantas cosas en la vida, es solamente cuestión de tiempo. No se si es porque cada vez pongo el listón más bajo o porque simplemente quiero tener menos recuerdos. 

Ahora, de madrugada, en la soledad del faro, he pulsado el botón que elimina todas las fotografías que hay en esa papelera virtual. Tiene conmigo un detalle la maquinita, los ingenieros que diseñaron el programa, y antes de eliminarlas para siempre me da una última oportunidad y me pregunta si estoy seguro de querer eliminarlas definitivamente. No hay prisa por decidirlo, no hay una cuenta atrás que me presione. Ojalá la vida fuese algunas veces igual de paciente y nos diese todo el tiempo del mundo para tomar algunas decisiones. Sí.

Ya no están. Eran barcos que zarpaban de mi puerto rumbo a un naufragio que los llevará al fondo del mar. Unos iban vacíos, otros llevaban recuerdos que ya no aportaban nada bueno. Lastre.

12 junio 2019

3 arrobas.

Creo que hace una eternidad dejé este escrito aquí en el blog, pero mi torpeza buscando cosas va paralela a mi edad y ambas son cada vez mayores. Hoy lo rescato, copiado, de mi libro.



Posiblemente las cosas más importantes de esta vida no las aprendimos en el colegio, ni en el instituto; posiblemente ni las aprendieran en  la universidad aquellos que tuvieron la suerte de poder ir. Posiblemente, sólo posiblemente, las cosas más importantes de la vida las aprendimos fuera de esos sitios.
En el colegio me enseñaron que la unidad de longitud es el metro, que la de superficie se llama metro cuadrado, la de volumen metro cúbico, la de peso es el gramo y que los líquidos tienen una unidad de medida llamada litro. Con estos datos yo podía medir la distancia que había entre mi casa y la de mi mejor amigo, podía medir cuanto pesaba aquel montón de naranjas que robábamos de chiquillo, o cuánta agua desviábamos de su camino cuando cambiábamos las compuertas al hombre que regaba los campos que habían frente a mi casa. También podía saber que ésta era pequeña, demasiado pequeña, porque tenía muy pocos metros cuadrados, y que aquellos depósitos de agua para las máquinas del tren eran inmensos, porque tenían muchos metros cúbicos. Creía que podía medirlo todo, pero un día me dí cuenta que había una cosa que no sabía medir: el cariño.
¿Cuánto se puede querer a una persona? ¿Cómo medimos cuanto la queremos? Pero no había maestro que me lo explicase -El amor no se mide- Y ya no había más. Claro que se mide, y una tarde, jugando, mi abuela me enseñó que el querer también se mide. Al menos ella tenía su vara para medirlo. Era un sistema muy básico, pero inmensamente claro: -Paquito, la gente no quiere a todo el mundo igual, a unos se les quiere más que a otros, por eso hay que saber medirlo, para decírselo, para que sepan cuánto los queremos.
Mi abuela me enseñó que a las personas, a la hora de quererlas, las podemos poner en una especie de escalera. En el primer escalón están las personas a las que queremos, en el segundo a las personas a las que queremos mucho. Después, a medida que subimos, el escalón es más pequeño, caben menos personas, por eso en el tercero sólo están aquellos a quienes queremos mucho, mucho, mucho. Y mi abuela, vieja y sabia, se quedaba callada esperando que yo le preguntase por el cuarto escalón, y cuando lo hacía ella me preguntaba que cómo sería. -Muy chico, abuela- y ella sonreía y me decía que sí, y que por eso en él cabían muy pocas personas, y volvía a quedarse callada sabiendo cuál sería mi próxima pregunta. -Y a la gente que hay ahí ¿Cuánto la queremos, abuela?- Y ella me decía que 3 arrobas.
3 arrobas, el cuarto escalón. No habían más escalones ni se podía querer más a una persona. Quererte 3 arrobas era no poder quererte más, no por no querer sino porque no había un amor más grande. 3 arrobas era lo máximo que se puede querer.
Hoy, 50 años después de que la vida me dejase sin abuela y sin maestra de cosas importantes sigo midiendo mi amor por las personas con su sistema de medir cariños. Las hay quiero, hay a quienes quiero mucho, a algunas mucho, mucho, mucho... También hay unas cuantas, pocas, muy pocas, que subieron a ese cuarto escalón. Ellas saben que las quiero inmensamente... tanto, que las quiero 3 arrobas.

18 mayo 2019

La espina.

Hoy el día amaneció fresco y a mediodía me acerqué al bar de María, un poco para tomar algo, un poco para charlar con los amigos marineros que allí estuviesen, un mucho para verla a ella.

Rafael, José y Mariano, tres hombres que se han pasado la mayor parte de su vida en la mar, compartían una de las mesas y una botella de vino que de vez en cuando iban vaciando, sin prisa alguna, en sus respectivos vasos. En otra mesa una pareja de extranjeros hablaba en inglés mientras él miraba un mapa de carreteras, de esos que una vez desplegados cuesta (al menos a mí) la misma vida volver a plegar y ella buscaba alguna información en su móvil. Los mapas de carreteras, como tantas cosas, empiezan a formar parte de un pasado tan cercano como superado.

Me siento con mis amigos los marineros y aparece María, sin preguntar, con un vaso de vino dulce de Málaga. Tampoco necesita hacerlo, siempre, salvo que haga calor, me pido ese vino a estas horas. 

-Farero, ¿has visto lo culto que se nos está volviendo el amigo Rafael?- Y lo miro y veo que tiene un libro sobre la silla vacía que hay a su derecha. Es de Antonio Machado, el poeta sevillano cuya infancia era recuerdos de un patio de Sevilla, y un patio claro donde maduraba el limonero. Me lo acerca y me dice que desde hace unos meses anda leyendo al poeta andaluz, que le cuesta a veces leer este y cualquier libro porque lo sacaron pronto de la escuela y lo metieron en un barco, pero a pesar de ello cada noche, en vez de ponerse a ver la tele, coge un libro y lee hasta que el sueño lo vence.

Hoy, con el viento que corre a intervalos, el día parece más frío de lo que es, y María ha puesto al sol las 4 mesas que tiene fuera. Hay otra ocupada, junto a nosotros. Son gente de fuera, de la capital posiblemente. Parecen personas sencillas que disfrutan de los rayos del sol, del olor a mar y de las vistas del puerto. No tienen ese aire de superioridad que traen otros que parecen mirar por encima del hombro a la gente del pueblo, que se acercan al faro a hacerle fotos como se las hacen a una estatua o a una fuente.

Abre Rafael el libro de Machado y busca una página. Avanza, retrocede... al final recurre al índice y encuentra lo que busca. -María, ¿te sientas un momento con nosotros?, a ver que piensas tú de esto. Y tú también, farero. Y el marinero que ha cambiado las redes por los libros comienza a leernos un poema:

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas,
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...

- No, esperad, eso no es lo que quiero...  ah, ya, esto:
En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.

Aguda espina dorada,
quien te pudiera sentir
en el corazón clavada.

Cierra su libro y se queda en silencio, todos nos quedamos en silencio esperando un comentario, una pregunta. -¿Esto que quiere decir , María?

Baja María su mirada y cuando la alza y nos vuelve a mirar parece que la ha vestido de melancolía, de tristeza casi. Y le cuenta a Rafael que ella entiende que el poeta tuvo un amor, que le hacía daño y quiso olvidarlo, que lo sacó de su corazón, y que ahora no siente nada, ni dolor, ni amor... que aquel amor, a pesar de hacerle daño, le hacía sentirse vivo, que en el fondo desearía volver sobre sus pasos y seguir sintiéndolo.

-¿Y es mejor volver a sentir el dolor que no sentir nada?

Se ha fugado el silencio de nuestra mesa y se ha sentado en la de la gente de la ciudad que ahora nos mira, no se si esperando otras respuestas, si pensando en el poema de Machado, en las palabras de María... o queriendo romper esa frontera invisible que crea el no conocernos y meterse en la conversación y decirle a Rafael qué piensan ellos.




11 enero 2019

La hucha de los buenos recuerdos.

Esta mañana, en la tienda de Encarna, varias mujeres hablaban de unas manualidades que andan haciendo en uno de los talleres  que el Ayuntamiento ha organizado este año. Hay tres o cuatro cursos y, en el fondo, todos tienen el mismo objetivo: ocupar parte del tiempo muerto y vacío que muchas de las personas mayores tienen, llenarlo de  entretenimiento, de cualquier actividad que las levante de un sillón en el que se pasan las horas muertas frente a un televisor que les habla de vidas privadas que sus propios protagonistas venden, de muchachas de veintipocos años que se hacen famosas porque han tenido una aventura con el hijo de alguna folclórica, de otras soledades que gente de su edad quieren romper acudiendo a un programa donde el presentador, algunas veces, ridiculiza sus vidas...

Siempre que llego a esta tienda se repite la misma escena: las mujeres primero dejan de hablar y después le dicen a Encarna que me atienda, que ellas no tienen prisa. Yo tampoco la tengo y hoy soy más terco que ellas y me quedo en una esquina del viejo mostrador, oyendo sus comentarios, convirtiéndome en espectador de una parte de sus vidas que casi nunca me dejan conocer.

Valle habla de un bote que tiene que decorar y en el que cada día debe introducir un papel en el que previamente ha escrito algo bueno que le ha pasado durante la jornada. Explica cómo va a decorarlo, donde piensa ponerlo... lo que no tienen tan claro, dice, es si cada día va a tener algo bueno que escribir y guardar. Luego, cuando el año esté tocando a su fin, lo abrirá y leerá todas las cosas buenas que le han pasado durante ese tiempo.

La idea, dice María Luisa, una vecina a la que siempre le gustó leer libros de  psicología, viene de un cuaderno en el que se apuntan tanto las cosas buenas como las malas que nos ocurren y cómo reaccionamos ante ellas en su momento. Después, pasado un tiempo, se leen. Se supone que eso debe ayudarnos a conocemos un poco más a nosotros mismos. Me empieza a interesar el tema pero mi guerra con las mujeres es una guerra perdida desde antes de empezar y, al final, se callan, hacen un gesto a Encarna y la tendera me mira. No hay más que hablar, solamente pedir lo que necesito, pagar y despedirme.

Ahora, mientras fuera la noche lo envuelve todo y la luz de mi faro juega a ser una navaja que rasga las oscuridad y lanza a los marineros guiños en forma de destellos, busco una vieja pluma y, en una repisa, descubro una hucha que lleva allí una eternidad. En verdad es una simple lata con una ranura en su parte superior por la que introducir el dinero. La agito y en su vientre suenan algunas monedas que ni recuerdo cuando las condené a aquella cárcel con forma de cilindro. Tiene pintada una playa y un sol que se oculta en el horizonte. Me acuerdo de la charla de las mujeres en la tienda de Encarna y decido cambiar la utilidad de la hucha. Desde mañana, en vez de unas monedas, meteré en ella un papelito en el que cuente algo bonito, algo positivo que me haya ocurrido. No me pongo fecha para sacarlos, puede ser dentro de una semana, de un mes, de un año... serán mis ahorros emocionales y, cuando una mala noche las penas me superen, abriré mi hucha de buenos recuerdos y los leeré uno a uno, y reviviré por unos segundos aquellos momentos. Llenaré mi corazón de bonitos recuerdos, de cosas positivas con las que comprarle un billete de ida a los malos pensamientos.

Aparece por fin mi vieja pluma y, con ella, empiezo la primera aportación a mi nueva hucha: "Esta tarde, cuando María cerró el bar y nos quedamos solos..."