17 mayo 2020

Dejando huella.

Esta mañana han debido venir críos a la playa y la arena está llena de sus pequeñas huellas. Habrán estado jugando al coger porque las marcas que han dejado sus pisadas vienen y van, sin sentido, en cualquier dirección, girando algunas veces sobre sí mismas, cruzándose por encima de otras, como los recorridos que hacen las golondrinas cuando, al comienzo de la primavera, vuelan como locas por el puerto, por las calles, por encima de las azoteas. 

Algunas veces he sido yo quien ha andado descalzo por la orilla, unas veces dejando que el agua llegue hasta  mis pies, otras alejado de ella y caminando por la arena seca a la que nunca llegarán las olas. Ha habido veces que he visto otras pisadas delante de las que yo voy dejando y, sin saber por qué, he intentado pisar sobre ellas. No es que quiera ocultar las mías, es, tal vez, una manera de sentir el paso de aquella persona que las dejó marcadas en la arena. Algunas veces son pasos cortos y pienso que son de alguien que iba paseando tranquilamente, sin prisas, tal vez pensando en sus cosas, tal vez sin pensar en nada,  tan sólo oyendo el mar. Otras veces las encuentro alejadas unas de otra, son, imagino, de alguien que ha venido a la playa a correr, a hacer deporte, a desfogar tensiones... También, alguna vez, son dos que van marcando un camino en paralelo, unas de un pie grande, otras de unos más pequeño. Una pareja.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, pienso en esas huellas de críos que vi. La marea está alta y muchas de ellas las habrán borrado las olas para siempre. Mañana parecerá que nunca estuvieron allí y en la arena no habrá nada que recuerde a quienes las dejaron. Habrá otras que los borre el viento. Será un proceso más lento pero igual de efectivo. 

Hay en una emisora de televisión un documental sobre las Tierras Altas de Soria. Existen en ella unos recorridos para ver unas huellas que dejaron los dinosaurios hace millones de años. Que diferencia con estas de la playa. Ellos, los dinosaurios, no dieron mil vueltas dejando la marca de su pisada en el suelo, pasaron por allí, sin más. 

Me he despertado de madrugada y me ha venido a la cabeza un recuerdo de hace muchos años, y después he visto que el corazón de las personas es un terreno misterioso en el que quienes pasan por nuestra vida dejan su huella. Hay algunas que se borran casi de inmediato, otras que duran un tiempo, otras que jamás se borran. No depende del tiempo que estuvieron, sino de la intensidad con la que lo hicieron. Pasan por nuestras vidas personas cuyos pasos discurrieron junto al mar y las olas de la primera marea alta los borraron. Otras huellas las borró el viento de los años. Pero hay otras que debieron pisar de otra manera, o tal vez en otro terreno, y ahí están, después de toda una vida, imborrables, como las de esos dinosaurios de hace millones de años.

09 mayo 2020

El último beso.

Esta mañana, camino del pueblo, me encontré a mi viejo amigo David sentado en una roca, mirando al mar. Hace ya varios años que dejó de faenar aunque, a veces, sale en su pequeña barca. Ya no tira las redes ni trae sus capturas a la pequeña lonja del puerto, dice que simplemente lo hace para no olvidar, para sentir el salitre en la cara y los remos en las manos. Para seguir sintiéndose vivo.

Supongo que estaba tan metido en sus pensamientos que se sorprendió cuando vio mi sombra a su lado, se sobresaltó. Una sonrisa, un golpe en la espalda a modo de saludo y de disculpa...

Me senté junto a él, en una piedra más pequeña y, por unos instantes, no supe que decirle. David es un hombre un tanto callado pero hoy su silencio era diferente.

-¿No sales hoy con la barca? el día está estupendo.

Un leve movimiento con la cabeza, lo justo para decirme que no fue su respuesta. Más silencio solamente roto por el canto de algún pájaro en unos matorrales, por el leve viento que sube desde el mar. 
-¿Sabes farero? de chiquillo siempre que salía con mi padre a la mar miraba el horizonte. Era como un imán para mis ojos. Alguna vez le preguntaba  que si aquella línea donde el cielo y el mar se unían estaba muy lejos y él se reía. Un día fue él quien preguntó: ¿Por qué me preguntas eso? Porque de mayor quiero llegar hasta allí, le dije, el sitio donde se unen el cielo y el mar. Mi padre se reía, pero nunca, nunca, me explicó que al horizonte nunca se llega.

Tiene David en su mano un trozo de caña seca con el que hace dibujos abstractos en el suelo, líneas que se cruzan sin sentido aparente.

-El horizonte, farero, es como un amor imposible: por más que lo persigas nunca lo alcanzas. ¿Tienes café en el faro?

La vieja mesa de madera, el viejo faro, mi vieja amistad con David, yo, un viejo farero... Quiero hacerle una broma a mi triste amigo: Aquí todo es viejo David, todo es de otro siglo. Y David  empieza a contarme una historia que no conocía, que ha guardado en secreto. Todo un logro en un pueblo tan pequeño donde, casi todos, conocen la vida, las obras y milagros de todos. 

No, no todo es viejo, dentro del faro quizás, pero fuera hay cosas nuevas, historias nuevas. Y mi viejo amigo me cuenta parte de una historia, una parte de su vida que no termina de terminar, de un círculo que nunca termina de cerrarse. 

Pongo junto a las tazas de café un par de copas de anís. Me gusta tomarlo en las mañanas de invierno y lleva la botella en un estante un par de meses esperando que llegue el otoño, las mañanas frescas y grises, pero hoy, en plena primavera, la mañana se ha hecho invierno.

Se enamoró mi amigo con un amor imposible. Se dejó llevar por su corazón y, una triste mañana, de repente, se topó con la realidad. El horizonte nunca se alcanza.

¿Sabes, farero, lo que más me duele? Que nunca hubo un beso de despedida, que nunca pude abrazarla siendo consciente de que era la última vez que lo hacía. A veces hago memoria, quiero recordar cual fue ese último beso, pero solamente era un beso más. Nunca somos conscientes de que cada cosa que hacemos puede ser la última vez que la hagamos. Igual, haberlo sabido, hubiese sido más doloroso, pero tendría al menos ese recuerdo. Hubiese puesto en él mis cinco sentidos para sentir sus labios en los míos, su cara entre mis manos... Me faltó saber que aquel último beso era el último beso que iba a darle, que iba a darme.

Bajamos juntos, casi sin hablar, hasta el pueblo. En las primeras calles David me echó el brazo por encima, me abrazó y, al despedirse, mientras me daba un par de palmadas en la cara me dio también un consejo: Cada vez que te despidas de ella, farero, bésala como si fuese el último beso que vas a darle. Suena triste, lo sé, pero no lo es, hazlo. Te lo dice alguien que jamás se perdonará no haberlo hecho.

Ahora, de noche, en la soledad de faro, pienso en mi amigo David, en su amor tan imposible como alcanzar el horizonte, en ese último beso que jamás vivió porque nunca supo que después de ese no habrían más, en los círculos que dejamos abiertos, en María...




13 marzo 2020

50 años atrás

Estaba la tarde bonita y soleada, invitaba a salir del faro, a caminar por cualquier sitio, por cualquier sendero. Yo dejé a mis pies que ellos decidieran mi destino mientras mi cabeza, ajena a ello, se limitaba a disfrutar del paisaje unas veces, de recuerdos que ello me traía otras. Al final, casualmente, me encontré frente al bar de María. Aun quedaba una  parte con alguna mesa vacía a la que llegaban los rayos del sol. Era el sitio ideal para terminar la tarde. Gracias, pies, pensé para mí mismo, por traerme hasta aquí.

Un café, el saludo de algún amigo marinero, la compañía de María... y de repente Miguelito, mi pequeño amigo, el mismo que, hecho ya un hombrecito, cada vez que le llamo con el diminutivo hace un leve gesto con su cara como queriéndome decir que ya no es un crío. Trae su bicicleta nueva, preciosa, una bici de montaña dice, con la que ahora puede hacer mil cosas más que con la otra que tenía.

-Hola farero, ¿vas a estar mucho tiempo aquí?

-Un ratillo, hasta que empiece a ponerse el sol, ¿Por qué?

Y sonríe sin contestarme, solamente un "ahora vengo, no te marches" sale de su boca antes de partir con su bicicleta.

Sigo tomándome el café sorbo a sorbo, disfrutando de su sabor, del calorcito de la tarde, de la compañía de María. No son más de 10 minutos los que han pasado cuando aparece de nuevo mi joven amigo. Trae, colgada del manillar, una bolsa con algo dentro. Deja la bicicleta apoyada sobre otra mesa, coge la bolsa y se nos acerca con la misma sonrisa con la que se marchó dibujada en su cara.

-Toma, un regalo.

Me mira María y también sonríe, igual que Miguel. Cualquiera diría que sabe en que consiste el regalo. Cojo la bolsa y miro, dentro hay una caja de zapatos con la tapadera llena de pequeños agujeros. Me sube el pulso recordando otras cajas de zapatos, hace una eternidad, con la tapadera igual y dentro...  Cojo la caja y la apoyo en la mesa, quiero abrirla pero casi me da miedo que no contenga lo que he imaginado. Con un pequeño golpe en el hombro me anima el chaval  a hacerlo. Tiene el fondo vestido de hojas de morera, verdes, frescas, y sobre ellas, como dormidos en un lecho de esperanza, unos pequeños gusanos de seda. 

No sé que hacer ni que decir, Miguelito me saca del trance con una pregunta:

-¿Te gustan? 

Claro que me gustan, de crío, cada año, los tenía, y ahora viene este chaval, 50 años después, y me regala una caja llena de recuerdos, de vivencias, un viaje en el tiempo a mi niñez.

-Claro que me gusta Miguelito... de chiquillo todos los años tenía una caja así, y les cogía hojas de las moreras que hay en el camino del río.

- Bueno, si quieres- me dice - de eso me encargo yo. Como tengo que ir a cogerlas para los míos me traigo también para estos y te las llevo al faro.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, he abierto la cajita y he mirado los pequeños gusanos. Sin tener que hacer nada han venido a mi cabeza mil recuerdos de hace medio siglo. No recuerdo como los conseguíamos pero cada año todos los niños teníamos nuestros gusanos de seda. Nos íbamos a las moreras a coger hojas. las lávabamos en el arroyo, las secábamos en nuestra propia ropa... Después, en casa, hacíamos limpieza, antes de poner las hojas nuevas quitábamos todo cuanto podíamos: los restos de algunas hojas, las que estaban secas... cuando los gusanos empezaban a hacer los capullos todo se complicaba, algunos se empeñaban en hacerlos justo donde abría la caja y eso lo complicaba todo. Siempre quise abrir uno de aquellos sacos de dormir, hacerle un pequeño orificio, y ver por él cómo el gusano se iba convirtiendo poco a poco en mariposa. Nunca lo hice y ahora me alegro, es mejor no saber como suceden algunas cosas, es mejor encontrarse una buena mañana con la magia.

Mañana, cuando mi pequeño amigo me traiga las hojas nuevas, cuando limpie la caja y las ponga, volveré a viajar en esta máquina del tiempo que me ha regalado.