Hace unos días mi buena amiga Charo me envió eso que llaman un power point. Ella pensaba que con ello me hacía un regalo, pero mi amiga Charo se equivocaba, eran 3: una música preciosa, unas fotografías lindísimas de árboles y unos recuerdos de la infancia que me dieron vida.
A mi, como a muchos de vosotros, me tocó ser niño en aquella España en la que el maestro llevaba adosado delante de su nombre un "don" que se unía al nombre y formaban una sola palabra. Se formaba antes de entrar a clase, después, ya dentro, se rezaba, se aprendía uno el catecismo de punta a punta, los ríos de España, las provincias, los países de Europa y sus capitales y antes de salir al recreo nos tomábamos aquella leche en polvo que nos mandaban los americanos. Cada cosa tenía su hora, menos los castigos: la palmeta aparecía en cualquier momento. Los salvadores de la Patria y del mundo te miraban desde sus cuadros y su crucifijo colgados de la pared, pero nunca bajaron para salvar a ninguno de nosotros. Igual no formábamos parte ni de la Patria ni del mundo. Al menos no de su Patria ni de su mundo.
Cuando yo tenía 8 años cualquier vecina se convertía en madre con plenos derechos sobre ti, cualquier persona mayor te daba una reprimenda. Y más te valía que tu madre no se enterase si no había ración doble. Tal vez por eso, por la sobredosis de disciplina que tenía por todas partes en cuanto podía me desquitaba y hacía cualquier cosa que ellos me dijesen que no debía hacerse.
Yo vivía en un barrio a las afueras de Sevilla; tan a las afueras que prácticamente era un pueblo. De hecho cuando cogíamos el autobús para ir al centro decíamos que íbamos a Sevilla. Frente a los pisos donde vivía había un campo de labranza donde unos años sembraban trigo y otros algodón. La frontera entre el campo y "los pisos" era una acequia de riego que, en lo que nosotros llamábamos la boquilla, se dividía en tres canales. Allí, el hombre que regaba ponía dos pequeñas compuertas y dejaba que el agua corriese solamente hacia la parte que quería regar. Cuando se alejaba para abrir surcos con la azada le cambiábamos las compuertas de sitio y el agua corría para cualquier lado menos para donde él quería. Y allí que venía el pobre hombre, con su azada al hombro, a poner otra vez las compuertas en su sitio mientras que nosotros corríamos en desbandada muertos de risa. Después él se alejaba y seguía con su trabajo... hasta que otra vez se daba cuenta de que el agua no le llegaba y que se estaba inundando la parte que ya había regado antes. Que paciencia tenía aquel hombre. Al final algún listillo tuvo la idea de poner candados en las compuertas para que no pudiésemos cambiarlas. La idea era tan buena que la copiamos y un buen día un amigo cogió un candado a su padre y el pobre regador estuvo dos días sin poder cambiar una de las compuertas. Aquella semana podían haber sembrado arroz en lugar de algodón.
Como no parábamos el dueño de las tierras puso un guarda. El escopetero. Todo el santo día dando vueltas a las tierras de Don Pablo, una especie de rectángulo formado por la línea de pisos, dos carreteras y el Tamarguillo. El escopetero no era como el regaó, iba en una Derbi poco más grande que una bicicleta y llevaba una gorra, una camisa verde con una chapa que lo identificaba como guarda jurado, un pantalón de pana (aunque fuese pleno verano) y una escopeta con cartuchos de sal colgada a la espalda. Cuando estábamos en la boquilla y él venía siempre había algún niño que aunque no fuese de la pandilla gritaba: ¡¡El escopetero... el escopetero...!!! nosotros salíamos de nuevo en desbandada, ahora por medio del trigal o del sembrado de algodón mientras que él dejaba la moto en la boquilla y salía corriendo detrás de nosotros. Como solamente podía seguir a uno los demás nos dábamos la vuelta, volvíamos a la boquilla y le vaciábamos una rueda de la moto. Mil veces lo vimos arrastrarla, con la rueda vacía y su escopeta al hombro, hasta la gasolinera a echarle aire. Pero la gente aprende y aquel hombre no iba a ser la excepción: al cabo de un tiempo, además de la escopeta, llevaba colgada a la espalda una bomba para echar aire a la rueda. Llorábamos de risa al verlo correr detrás de alguno por medio del trigal, con la escopeta y la bomba de aire dándole saltos en la espalda. Cuando volvía a donde tenía la moto tenía que echar aire a las dos ruedas. Se le caía la gorra, se le venía la escopeta al pecho... Seguro que tendría pesadillas con nosotros y que el día más feliz de su vida no fue cuando se caso, ni cuando nació su hijo: fue cuando se jubiló y nos perdió de vista.
Las vecinas, unas mandonas todas, también sufrían de vez en cuando nuestras travesuras. A mi la que más me gustaba era la de la cuerda de puerta a puerta. Los pisos tenían dos viviendas por planta y sus puertas estaban una frente a la otra. Atábamos una cuerda de un tirador a otro, dejando un poquito de holgura. Después llamábamos a ambas puertas, la que abría primero llevaba las de perder porque la puerta solamente podía abrirla unos centímetros porque la cuerda no le permitía más, segundos después cuando la otra vecina abría la suya daba un tirón y cerraba la de la primera, que volvía a tirar para abrirla y... vuelta a empezar.El momento para salir corriendo escaleras abajo era cuando una de ellas dejaba de porfiar: era señal de que se iba al balcón a llamar a alguien para que subiese y quitase la cuerda.
Igual alguien piensa que éramos unos golfillos, pero es que no teníamos internet, ni móviles, ni 70 canales de televisión, ni videoconsolas. Ni derechos. Solamente habían personas mayores que te prohibían mil cosas y ratos en los que no habían personas mayores. Posiblemente esos ratos eran los únicos que en verdad vivíamos.