28 enero 2013

La vieja válvula solar.

Hay en el faro una habitación que en otros tiempos fue un almacén lleno de herramientas perfectamente ordenadas, de lámparas y cristales de recambio, de botellas con agua destilada para las baterías y gasóleo para los generadores de reserva, pero desde hace unos años, cuando unas obras reformaron y modernizaron un poco el faro, esa habitación ha ido, poco a  poco, convirtiéndose en un triste cuarto donde  he ido arrinconando cosas que dejaron de ser útiles y que esperan, igual que el arpa del poema de Becquer, el poeta sevillano, que un buen día  les quite la sábana gris de polvo que las cubre y las rescate del olvido. La habitación es un corredor de la muerte donde los condenados esperan que la sentencia del destierro se haga realidad.
 
Ayer entré en la habitación donde las cosas que dejaron de ser útiles duermen y sueñan que un día las eche de menos y decida arreglarlas para que vuelvan a ser lo que fueron, o que les cambie el título de viejas por el de antiguas y las limpie, las restaure y las ponga en algún lugar del faro como reconocimiento a los servicios prestados. Una estantería de madera a la que le falta una parte, un candado inmenso, cerrado, y cuya llave no está junto a él, unos metros de cable para la antena del televisor, insuficientes para poderlos aprovechar, la cabeza de un martillo al que se le partió su cabo y que ahí sigue, esperando que un día le ponga uno nuevo, una silla, un toldo... y debajo, oculta, como asustada, la vieja válvula solar del faro.
 
Hace una eternidad que dejó de ser la encargada de encender y apagar el faro. Un día llegó la modernización a la torre y su vieja lámpara se cambió por una eléctrica. Cortaron los tubos de cobre,  desmontaron la lámpara, se llevaron los acumuladores de acetileno y a ella la dejaron olvidada. Algunas veces, cuando la miraba desde el balcón, me preguntaba qué pensaría, si pudiese hacerlo,  la pobre válvula al ver que ya no controlaba la luz del faro, que el sol ya no hacía que su cilindro negro se dilatase y cerrase el paso del acetileno  y que ella era solamente una cosa que dejaron olvidada.  Años más tarde, cuando la última reforma, la desmontaron y unos albañiles me preguntaron que si aquella lámpara valía para algo.  -No es una lámpara - les dije - es una válvula solar. La dejaron en el cuarto de las cosas olvidadas.
 
He decidido indultarla y rescatarla del olvido y de la oscuridad. A ella la hicieron para estar al sol, bajo las estrellas, sintiendo en su cristal el viento frío que viene del Norte y mirando eternamente el mar. La he traído al pequeño taller y me he puesto a limpiarla. Había perdido el brillo de sus metales y he tenido que desmontarla para limpiarla por dentro. ¡Cuanto tiempo hacía que no tenía entre mis manos un tesoro como este!
 
No volverá a trabajar, ahora es una jubilada que no pasará las noches a la intemperie ni será azotada por la lluvia. Mirará el mar desde la ventana y sentirá los rayos del sol a través de sus cristales. Tal vez incluso alguna que otra mañana la suba al balcón del faro para que vea a las gaviotas colgadas de los vientos y alguna tarde la acurruque en mi regazo mientras veo la puesta de sol.
 
La he puesto cerca de la ventana y ahora, casi de madrugada, la miro y se me hace que está dormida, soñando con el sonido de las gaviotas, de las olas y del viento, recordando cuando eran ella y el sol quienes encendían y apagaban el faro.
 
 
El viejo farero.