27 diciembre 2015

Casi una eternidad.

Ha sido casi un año y ahora, viendo mi faro por dentro, me parece que ha sido un siglo lo que ha durado esta ausencia. En este tiempo, alguna vez, muy de tarde de en tarde, lo he visto desde lejos las más de las veces, solamente una vez, una tarde gris que se disfrazó de otoño, llegué hasta él. Ni siquiera intenté abrir la puerta, me limité a mirarlo, muy de cerca, pero desde fuera, rocé levemente alguna de sus piedras y volví a alejarme de él sin saber muy bien por qué lo hacía, por qué no entraba.

Me ha costado cierto trabajo abrir la puerta, después de tantos meses la cerradura se había quedado dormida, esperando el cosquilleo de la llave que la despertase. Dentro el aire es húmedo y frío, como  si el mar hubiese entrado a pasar la noche y hubiera dejado al marcharse parte de sí mismo. 

Tengo que abrir ventanas y cambiar este aire que lleva aquí meses prisionero por otro que me traiga el olor a sal, tengo que abrir las ventanas para que entre la luz del sol, para que la cocina, la escalera... el faro entero se llenen del sonido de las olas y las gaviotas. Pero antes enciendo las luces y me paseo por cada rincón, pasando la yema de mis dedos por los muebles, por las paredes, por la vieja válvula solar que salvé del olvido, por los marcos de las ventanas. No sé si con ello mi cuerpo busca situarse de nuevo donde siempre estuvo o si mi corazón quiere decirle a cada cosa, a cada parte del faro, que nunca las olvidé, que estoy aquí con ellas.

¡Dios! que cantidad de recuerdos se agolpan de repente, sin orden, pisándose unos a otros, locos por salir, como aquellos críos en el colegio cuando llegaba la hora del recreo, como las gaviotas cuando se asustan en la playa y todas emprenden el vuelo a la vez.

Casi un año, casi un siglo... casi una eternidad sin ver a María.