26 octubre 2021

Mi mala memoria.

Anunciaron en la tele un eclipse de luna para aquella noche y, aunque se vería igual desde el faro que desde el pueblo invité a María a verlo juntos desde lo más alto de la torre. El momento de máxima sombra se produciría sobre las 2 de la madrugada y después ya sería demasiado tarde para regresar al pueblo. María, en su extrema generosidad, tampoco quiso que yo condujese  de madrugada y en un pequeño macuto trajo algo de ropa, dispuesta a pasar la noche en el faro.

Se interpuso poco a poco la tierra entre el sol y la luna y le robó a ella  buena parte de la luz y del calor que él le mandaba poniendo sigilosamente sobre su blanca faz un velo gris cada vez más oscuro que se desplazaba por ella como acariciándola.

Olvidó María su pijama a los pies de la cama, doblado, preparado para  guardarlo en su macuto y ahí estuvo hasta que  el cansancio empezó a vencerme y mis pasos terminaron en el dormitorio, junto a la cama sobre la que dormía su pijama. Lo vi, lo tomé en mis manos para ponerlo donde, al día siguiente, lo viese y no se me olvidase llevárselo pero, sin saber por qué, lo acerqué a mi cara y me puse a olerlo. Cerré los ojos y el aroma de María invadió mi alma. Lo abracé como si aquella prenda fuese el cuerpo de la mujer que amo.

Esta madrugada, en la soledad del faro me he sentido menos solo. No sé si son cosas de viejo, de loco, de viejo loco y solitario, pero el pijama de María terminó  descansando en el sitio que ocupa su cuerpo cuando compartimos la misma cama y las mismas sábanas. Y ahí amaneció, dormido, con mi brazo derecho sobre él, como abrazándolo.

Otra vez me ha preguntado María por su pijama y, otra vez, he recurrido a la eterna justificación de mi mala memoria. - Mañana te lo traigo sin falta, de verdad. Y María, no se si por aburrimiento o porque tiene ese don de  leer en mis ojos lo que pienso y lo que siento me dice, con una leve y pícara sonrisa en su boca,  que no me preocupe, que tampoco le hace falta, que tiene otro... que puedo dejarlo donde está... hasta que ella regrese al faro.

10 octubre 2021

Braille en mi espalda.

Decidió María cerrar el  bar una vez los últimos clientes terminasen de comer y dedicar la tarde a tomar el sol paseando hasta el faro. Un café en la barra charlando con algún amigo marinero, una mano a la hora de recoger las últimas mesas, cerrar ventanas... y después, con el sol cálido de otoño acariciando la mitad izquierda de nuestros cuerpos un paseo a cada paso más lento desde el pueblo hasta  el faro.

Breve, inmensamente breve me pareció la tarde con un sol que tenía prisa por irse a dormir y empezaba a taparse con una sábana de nubes cada vez más rojas y oscuras. Se nos ha echado sin darnos cuenta la noche encima y entre beso y beso surgió la propuesta: -Quédate esta noche aquí, mañana a primera hora te acerco al pueblo. No salió de sus labios una sola palabra, cerró sus ojos, tomó mi cara entre sus manos y me besó.

Anoche, esa soledad con la que comparto aquí en el faro la inmensa mayoría de mis madrugadas sintió celos de su presencia y se marchó volando, no sé ni cuando ni a donde  y el cuerpo de María ha ocupado por unas horas su sitio en mi cama.

Empezaron sus manos a recorrer mi espalda dibujando caminos y senderos de caricias hasta que, de repente, la yema de uno de sus dedos se quedó sola rozando mi piel. Cierro los ojos, desconecto todos mi sentidos y mi cerebro y mi corazón solamente reciben mensajes de mi piel, del roce leve y suave de su dedo sobre ella. Me imagino por un momento que está escribiendo sobre la pizarra de mi espalda pero no, no escribe, lee. O tal vez haga ambas cosas casi al mismo tiempo. Y me imagino que María tiene un don especial y que yo tengo en mi espalda mil cosas escritas en algo parecido a un sistema braille. A veces temo que otras personas puedan leer a través de mi mirada lo que siento o lo que pienso pero, ¿Y si María pudiera leer lo que siento por ella leyendo en el braille de mi piel?

Sigue su dedo descifrando cada arruga, cada poro, cada marca que hay en  mi espalda, y yo, con mis ojos cerrados, abro mi corazón y siento en todo mi ser lo que mi corazón siente por ella y en mi cabeza dos palabras que no quiero decir para no romper este momento mágico.

Cesa de repente el movimiento de su dedo y María deja con mimo un leve beso junto a mi cuello y una breve frase susurrada al oído: Y yo a ti, farero.



27 septiembre 2021

Golondrinas de otoño.

 Han llegado a destiempo, cuando, según el calendario, deberían emprender rumbo a otras tierra más cálidas.

Son 4 ó 5 golondrinas que han aprovechado los nidos vacíos que acababan de dejar otras golondrinas que decidieron que su estancia junto a este viejo farero había llegado a su fin y se han instalado bajo la balconada del faro.  Entran y salen como locas, piando, chillando, revolucionándolo todo y yendo y viniendo sin orden ni sentido.

Llevaba el faro y todo cuanto lo rodea unos días en estado de letargo y de repente, una triste mañana, el día amaneció gris y frío poniendo de repente fin a un verano que parecía iba a ser eterno. Pero nada lo es, no lo fue la primavera, no lo ha sido el verano y, sin duda, tampoco lo será este otoño que ha pintado todo de gris en un abrir y cerrar de ojos.

Me asomo al balcón y veo a estas golondrinas en un incesante ir y venir a la playa, al recodo del camino que lleva al pueblo y, de repente, cambiar su rumbo y su destino y volver sin previo aviso junto a mí.

Me da cierto miedo esta alegría que me regalan porque es otoño y, en otoño, las golondrinas están lejos, ausentes, pero aquí están ellas llenando de vida y alegría este otoño en el que solamente debería oír el romper de las olas y el silbido del frío viento colándose por entre los postigos de las ventanas.

Ahora, casi de noche, como ayer, como el día anterior, ella ha vuelto a ponerse en el pretil de la ventana. Se posa y me mira como queriendo decirme algo que no soy capaz de entender yéndose después por un momento a su nido. Tan sólo pasan unos minutos y la golondrina regresa junto a mí a regalarme su presencia y su compañía.

Alguna vez he pensado abrir la ventana por si quisiera entrar y compartir con ella esta soledad que sería menos soledad. La protegería del frío de la noche, de los vientos que vienen del mar... pero me da miedo, no quiero que, si entra, termine perdida dentro del faro buscando una salida que posiblemente yo no sea capaz de enseñarle.

Amanece y ahí siguen las golondrinas de otoño en su interminable ida y venida, y ahí está mi golondrina, posada en la que ya es nuestra ventana mirando curiosa hacia dentro. Voy a abrirle los postigos por si quiere entrar y a dejar abierta la puerta del faro por si se asusta y decide volver a volar sobre el mar, sobre la playa... hasta el puerto.