22 abril 2009

Penélope.


Aquella tarde se vistió de Penélope y se quedó en la estación viendo cómo se marchaba un tren que se llevaba en su vientre un amor que no había terminado de nacer. El túnel negro se convirtió en una tétrica boca que se tragaba lenta e irremediablemente al tren con todo lo que llevaba dentro, y allí, en el andén, se quedó ella, mirando unas luces rojas que se alejaban y se apagaban, igual que muchas ilusiones con el paso del tiempo.

Era otoño, comenzaban a caer las hojas de los árboles y los días a vestirse de gris. Parecía, era, un presagio de lo que acontecería en sus propias vidas. Y detrás del otoño vino el invierno, frío, inmisericorde, arrebatador de vida.

No se mueren los árboles en invierno, le dijo un día, sólo se aletargan, se duermen, y detrás de cada invierno, en un ciclo imposible de alterar, llega la primavera a los mismos árboles, y brotan las ramas que parecían muertas. Y ella, vestida otra vez de Penélope, volvió de nuevo al mismo andén, y vio aquel tren salir de la boca negra del túnel.

No tenía que haber sido allí, pero el destino es así, y juega con nosotros, con el tiempo, con la vida… Los llevó a la misma estación, al mismo andén. El bajó del tren buscando los mismos ojos que lo vieron partir, con un beso borraron los meses pasados en la distancia y regresaron a aquella tarde lejana de la despedida.
Se volvió a marchar el tren, lleno de gente pero sin él; se tragó el túnel oscuro docenas de corazones, pero el suyo estaba en el andén, junto al de ella, jugando a adelantar la primavera, jugando a llenar de brotes nuevos las ramas dormidas.


El viejo farero.

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