Hasta la estación de autobuses, con su miserable iluminación, hace que la noche del domingo sea triste. La despiden en el andén,alivia un poco verla charlar con sus compañeros de estudios, verla sonreír...
Ella siempre quiere que se marchen antes de que suba al autobús, ellos la engañan: suben por las escaleras mecánicas y, casi escondidos, esperan hasta que el autobús parte. Después el regreso a casa, casi sin hablar y una parada antes de llegar para tomar un refresco, una excusa para llegar un poco más tarde y no enfrentarse a la soledad y el vacío de la casa.
Sin ella todo es diferente: falta su presencia, sus risas, su voz alegre y juvenil, sus bromas, la música en su cuarto de la que todo son quejas cuando suena y que ahora darían media vida por oírla, porque sería la señal de que la niña está en casa.
Ninguno dice nada, pero poner la mesa es una nueva espina que se clava en el alma cuando son dos platos, dos cubiertos, cuando su silla permanece vacía. El móvil siempre a mano esperando la llamada perdida que avisa de que ya está en la residencia de estudiantes, que todo ha ido bien. Y comienza la espera del retorno, hasta la hora más feliz de la semana: la tarde del viernes. La misma estación de autobuses con la misma luz miserable, el mismo andén, el mismo autobús y todo tan diferente. No se marcha, llega, no se apaga la vida, se enciende.
Después el regreso a casa, una parada antes de llegar para tomar un refresco, una excusa para disfrutar de su presencia, para oír su voz alegre y juvenil contando las cosas de la semana y, al final, la cena, la mesa, los tres cubiertos, las risas, las bromas, la alegría... Lucía en casa.