13 marzo 2020

50 años atrás

Estaba la tarde bonita y soleada, invitaba a salir del faro, a caminar por cualquier sitio, por cualquier sendero. Yo dejé a mis pies que ellos decidieran mi destino mientras mi cabeza, ajena a ello, se limitaba a disfrutar del paisaje unas veces, de recuerdos que ello me traía otras. Al final, casualmente, me encontré frente al bar de María. Aun quedaba una  parte con alguna mesa vacía a la que llegaban los rayos del sol. Era el sitio ideal para terminar la tarde. Gracias, pies, pensé para mí mismo, por traerme hasta aquí.

Un café, el saludo de algún amigo marinero, la compañía de María... y de repente Miguelito, mi pequeño amigo, el mismo que, hecho ya un hombrecito, cada vez que le llamo con el diminutivo hace un leve gesto con su cara como queriéndome decir que ya no es un crío. Trae su bicicleta nueva, preciosa, una bici de montaña dice, con la que ahora puede hacer mil cosas más que con la otra que tenía.

-Hola farero, ¿vas a estar mucho tiempo aquí?

-Un ratillo, hasta que empiece a ponerse el sol, ¿Por qué?

Y sonríe sin contestarme, solamente un "ahora vengo, no te marches" sale de su boca antes de partir con su bicicleta.

Sigo tomándome el café sorbo a sorbo, disfrutando de su sabor, del calorcito de la tarde, de la compañía de María. No son más de 10 minutos los que han pasado cuando aparece de nuevo mi joven amigo. Trae, colgada del manillar, una bolsa con algo dentro. Deja la bicicleta apoyada sobre otra mesa, coge la bolsa y se nos acerca con la misma sonrisa con la que se marchó dibujada en su cara.

-Toma, un regalo.

Me mira María y también sonríe, igual que Miguel. Cualquiera diría que sabe en que consiste el regalo. Cojo la bolsa y miro, dentro hay una caja de zapatos con la tapadera llena de pequeños agujeros. Me sube el pulso recordando otras cajas de zapatos, hace una eternidad, con la tapadera igual y dentro...  Cojo la caja y la apoyo en la mesa, quiero abrirla pero casi me da miedo que no contenga lo que he imaginado. Con un pequeño golpe en el hombro me anima el chaval  a hacerlo. Tiene el fondo vestido de hojas de morera, verdes, frescas, y sobre ellas, como dormidos en un lecho de esperanza, unos pequeños gusanos de seda. 

No sé que hacer ni que decir, Miguelito me saca del trance con una pregunta:

-¿Te gustan? 

Claro que me gustan, de crío, cada año, los tenía, y ahora viene este chaval, 50 años después, y me regala una caja llena de recuerdos, de vivencias, un viaje en el tiempo a mi niñez.

-Claro que me gusta Miguelito... de chiquillo todos los años tenía una caja así, y les cogía hojas de las moreras que hay en el camino del río.

- Bueno, si quieres- me dice - de eso me encargo yo. Como tengo que ir a cogerlas para los míos me traigo también para estos y te las llevo al faro.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, he abierto la cajita y he mirado los pequeños gusanos. Sin tener que hacer nada han venido a mi cabeza mil recuerdos de hace medio siglo. No recuerdo como los conseguíamos pero cada año todos los niños teníamos nuestros gusanos de seda. Nos íbamos a las moreras a coger hojas. las lávabamos en el arroyo, las secábamos en nuestra propia ropa... Después, en casa, hacíamos limpieza, antes de poner las hojas nuevas quitábamos todo cuanto podíamos: los restos de algunas hojas, las que estaban secas... cuando los gusanos empezaban a hacer los capullos todo se complicaba, algunos se empeñaban en hacerlos justo donde abría la caja y eso lo complicaba todo. Siempre quise abrir uno de aquellos sacos de dormir, hacerle un pequeño orificio, y ver por él cómo el gusano se iba convirtiendo poco a poco en mariposa. Nunca lo hice y ahora me alegro, es mejor no saber como suceden algunas cosas, es mejor encontrarse una buena mañana con la magia.

Mañana, cuando mi pequeño amigo me traiga las hojas nuevas, cuando limpie la caja y las ponga, volveré a viajar en esta máquina del tiempo que me ha regalado.


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