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Supo, una tarde, que su cintura tenía la medida perfecta cuando la rodeó con su brazo y su mano se durmió en el vientre de la mujer.
Supo, una noche, que sus pechos tenían la medida justa cuando, desnudos, sus manos los cubrieron y los llenaron de dulces caricias, cuando su boca jugaba a ser la boca de un crío en sus pezones.
Supo, otra noche, que no tenía que medir sus caderas, porque ellas tenían la medida exacta para ser su lecho, para recibir a su cuerpo, para dejar que sus manos explorasen cada rincón de ella.
Supo que sus cuarenta y muchos eran la edad perfecta, porque con ellos tenía la serenidad de la madurez, la pasión de la juventud, la dulzura de la infancia.
Aprendieron que los números son solo números, que muchas veces son cosas absurdas, que mil besos pueden ser muy pocos besos, que un minuto puede ser eterno, que un solo abrazo puede valer un imperio, que una fugaz caricia te puede marcar para toda una vida…
El viejo farero.
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