
Regresó a su pueblo, a su puerto, a su barco… a mirar su buzón cada mañana cuando regresaba del mar, pero nunca encontró la carta que esperaba.
Una tarde, hace tiempo, Rafael me contó parte de su historia en el bar de María, y me dijo que un buen día pensó que tenía que aceptar la realidad, que hay cosas que no tienen vuelta atrás, y vendió su casa, su barca, todo cuanto tenía, y se vino a este pueblo que ahora es su pueblo. Comenzó a trabajar en lo único que conocía: el mar, pero al poco tiempo pidió un préstamo y transformó su barco de pesca en uno con el que pasear a los turistas cerca de la costa, enseñándoles el puerto, los acantilados, un par de grutas por las que el mar juega a explorar la tierra por dentro y el faro.
Hubo marineros que no vieron con buenos ojos la idea de Rafael, aquel trabajo no era para los hombres de la mar, a mí, en cambio, siempre me gustó, porque es una manera de que la gente del interior conozca una parte del mar desde el mismo mar y lo ame.
Este mediodía, en el puerto, estaba mi amigo charlando con una mujer que había venido de la ciudad, quería hacer la excursión por la costa, ver los acantilados, ver el faro desde el mar, hablar con Rafael… pero mi amigo ha amarrado su barco y se ha venido al bar de María. Se ha despedido de la mujer que quería hacer la excursión con solo tres palabras: Ya es tarde.
El viejo farero.
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