
Regresa Miguelito con su bici y su mochila, se sienta a mi lado y saca un cuaderno. Me enseña unas cuentas que ha hecho y que están mal. – No pasa nada farero, las borro y las hacemos de nuevo. Y Miguelito coge su goma, y borra los números en los que se equivocó, y entre los dos rehacemos las cuentas.
Se va el crío contento, feliz, con sus deberes hechos. – ¡Eso es un poco de trampa, tunante…!- Le dice María al partir, y Miguelito se vuelve sonriendo, y dice que si, pero que no le importa.
Ahora, en la soledad del faro, me viene a la mente la imagen de mi pequeño amigo borrando las cosas que hizo mal, aquellas en las que se equivocó. Lo envidio, envidio la facilidad con la que borramos nuestros errores en un cuaderno, la facilidad con la que eliminamos las cosas en los ordenadores cuando queremos deshacernos de ellas. Ojalá hubiese una goma de borrar para las equivocaciones en la vida, una goma para borrar el dolor que nos dejó de una traición, el daño que hicimos cuando dudamos de quien nada había hecho.
¿Y las palabras que escribimos en la piel de quien amamos, los corazones que dibujamos en su espalda….? ¿Se borran? Tal vez el tiempo sea una goma de borrar palabras, tal vez otra boca, otras manos, sean gomas de borrar caricias, corazones pintados en la piel con el roce de la yema de los dedos… Tal vez la saliva de otra boca sea la goma que borre definitivamente los besos que pintaron antes otros labios.
El viejo farero.
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