
Yo tenía 8 añitos y cada mañana estaba loco por ir al colegio, allí estaba la niña más guapa de todas las niñas. En aquellos tiempos niños y niñas teníamos clases separadas y el único momento en el que coincidíamos era a la hora de entrar mientras esperábamos en la puerta. Cada mañana me levantaba más temprano y salía antes de casa para estar un poquito más mirándola, sí, mirándola, porque no me atrevía a decirle nada. ¡Cuantos días pasaron sin que ella se diese cuenta de que yo existía!
Se llamaba Dolores y tenía el pelo negro, largo, y a mi se me caía la baba mirando sus ojos. Un día, una compañera le contó algo y ella empezó a mirarme de reojos, Dios… que nervios. Cada mañana, sin decirnos nada, buscábamos el modo de estar esos pocos minutos uno frente al otro y mientras mis amigos jugaban al fútbol o las niñas a la comba ella y yo nos quedábamos junto a nuestras madres sin hacer otra cosa que mirarnos a escondidas.
Algunas veces jugábamos al coger todos juntos, y cuando era uno de nosotros quien la quedaba solamente tenía un objetivo: coger al otro.
Con el tiempo fuimos empezando a hablar, a regalarnos dibujitos de corazones, a buscarnos a la salida del colegio… Un día, jugando, se le cayó un lazo del pelo y yo, a mis 8 añitos, guardé mi primer tesoro.
Al curso siguiente, por cuestiones familiares, tuvieron que regresar a su pueblo, Fuente de Piedra, en Málaga. El colegio estaba a pocos metros de lo que entonces era la estación de San Jerónimo y allí, escondidos entre dos trenes parados en las vías muertas, se despidió de mí y me dio el primer beso que sentí en mis labios.
En su pueblo hay una laguna en la que habitan cientos de flamencos rosa y todavía hoy, después de más de 40 años, cuando acudo a verlos, no puedo evitar recordarla; fue la niña más guapa de todas las niñas, la primera a la que regalé un corazón, la primera que me besó… mi primer amor.
El viejo farero.
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