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La lluvia quería entrar al faro y ha llamado una y mil veces a los cristales, con sus pequeños nudillos en forma de gotas. Se quedaban un instante quietas, mirándome, esperando que les abriese, y después, cansadas de ese difícil equilibrio caían trazando líneas absurdas, incoherentes, esquivando a otras gotas que estaban más abajo unas veces, buscando unirse a ellas y llevárselas consigo otras.
Me he arrimado a la ventana y mi mente ha volado a no sé donde, pero se ha ido y me ha dejado solo, y mis dedos, sin mente que los controle, se han puesto a seguir a las gotas que se deslizan buscando un suelo empapado, a dibujar sus quebradizas líneas, a jugar a adivinar el camino que iban a seguir, y mi boca ha soplado sobre el cristal para crear una pizarra casi transparente con mi vaho, y otro dedo al que tampoco controla mente alguna ha escrito su nombre.
Me deslumbra un relámpago que quiere ser sol por un instante e iluminar la tarde, y me preparo para recibir a un trueno que quiere despertar a los muertos, pero los truenos son como las traiciones, aún esperándolas me sorprenden, y me asustan, y me duelen… Y llega el trueno y mis dedos hacen un movimiento brusco y dejan de pintar senderos en el cristal.
Regresa mi mente de su escapada furtiva y me enseña la habitación sola, en penumbras, y lleva mis ojos a la mesa y me enseña también la carta que tengo a medio escribir desde hace semanas, y maneja mis ojos a su voluntad y me enseña una fotografía, y después, al oído, me susurra que no es la tarde gris, ni la tormenta, ni la lluvia llamando a los cristales lo que viste de tristeza y melancolía a mi faro y a mi corazón, es su ausencia.
El viejo farero.
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