Mi querida hermana: espero
que al ser ésta en tu poder os encontréis bien, nosotros bien a Dios gracia.
Hermana, de lo que me dices
que si… así empezaban todas las cartas
que durante años, siendo yo un crío, mi madre me dictaba para mandárselas a su hermana. El resto de la carta
variaba de una a otra, en ellas mi madre y mi tía se iban contando sus vidas: los
nacimientos de sobrinos nuevos, la muerte de algún conocido del pueblo… después
las cartas, siempre, todas las cartas,
terminaban igual, con “besos y abrazos” y un montón de círculos y aspas que,
según mi madre, representaban aquellas muestras de cariño: los círculos eran
besos y las aspas los abrazos.
Era ilusionante mirar el
buzón, encontrar una carta y, por la letra, adivinar de quien era. Luego
mirabas el remite y una sonrisa te iluminaba la cara: carta de Barcelona, de la
tita. El mismo protocolo, el mismo comienzo, calcado, solamente el nombre
cambiaba. Al final de la carta, un folio con líneas que hacían de renglones
para escribir derecho, los mismos círculos y las mismas aspas.
Hace años que aquellas cartas
pasaron a la historia, tan sólo por Navidad las tarjetas de felicitación se
escribían a mano. Ya ni eso. Era la agonía de un modo de comunicación en el
que, con la carta, se mandaba una parte de nosotros: nuestra letra, el papel
que nuestras manos habían rozado y después doblado cuidadosamente para que
cupiese, el sello que nuestra lengua había humedecido para pegarlo a un sobre
donde nuestra letra de nuevo era una bandera que nos identificaba antes de ser
visto el remite.
Hoy no miramos el buzón,
miramos el correo en una pantalla donde las cartas ya no se llaman cartas,
posiblemente porque dejaron de serlo, y todo lo que vemos tiene esa frialdad
que dan las máquinas. Ya no identificamos la letra de un familiar, de un amigo,
de un amor. Ahora la letra no es la de María, es la Arial, la Georgia… ni
siquiera quien nos la manda es María, ni el amigo Pedro, ni la tita Carmen,
ahora quien nos escribe es maría1965@...
Qué pena que avanzar sea
olvidar y dejar atrás tantas cosas, que triste que se pierdan tantas cosas que
formaron parte de nuestra vida: las cartas, el afilador, el cine de verano, los
juegos de los niños en las calles…
Posiblemente avancemos hacia un mundo mejor, pero dudo que lo hagamos
hacia una vida mejor. Puede que ni siquiera sea vida aquello a lo que
avanzamos. Puede que la vida sea precisamente aquello que vamos dejando atrás.
A mí me gustaría mirar una
buena mañana el buzón y encontrar una carta escrita a mano. Seguro que el
corazón me daría un vuelco. ¿No os pasaría lo mismo, no os gustaría que alguien
que os quiere volviese a tomar en sus manos un bolígrafo, un papel, y os contase de su puño y letra cómo le va la vida? ¿No sería eso mejor que abrir el correo
en el ordenador y encontrarse diez correos con fotos de paisajes exóticos, con
frases rimbombantes, con animalitos que se dan muestras de amor? ¿Y si en lugar de esperar esa carta la
enviamos? Hagámoslo, instauremos el Día Mundial de la Carta Escrita a Mano. El
próximo martes día 19 mandemos esa carta, vamos a dar a un ser querido la
alegría de recibir algo que estaba perdido. Yo lo haré.
El viejo farero.