09 marzo 2024

NÚMEROS.

 

El día había amanecido frío y desapacible y los pocos clientes que tenía, 4 amigos,  estaban todos dentro, sentados a una mesa, la mejor ubicada del bar, casi en un rincón y cerca de la ventana. Cuando no hay nadie es la que suelo utilizar, me gusta aislarme un poco pero sin perder de vista el pueblo, a las pocas personas que pasan por delante de los cristales, tal vez por estar un poco solo sin sentirme solo, tal vez por observar desde cierta distancia a la vida misma.

María estaba detrás de la barra, como yo otras veces en esa mesa: físicamente allí, mentalmente ausente.

Una sonrisa, unas palabras, el café con leche y la copita de ese anís dulce que un buen día me trajo desde un pueblo de Sevilla. Hasta entonces yo tomaba, cuando lo hacía en esta época de frío, uno de Cazalla de la Sierra, también en la misma provincia, pero ella hace un par de años hizo un viaje a la capital andaluza y me trajo otro de otro pueblo: Utrera. Le habían hablado bien de él y me trajo una botella para que lo probase.  Después, sin yo saberlo, encargó una caja, y ahí la tiene, casi en exclusiva para mí. A este ritmo de sólo una copita los días de invierno  seguramente algunas botellas duren más que yo.

Hablan mis amigos marineros de números, se quejan de que todo son números en esta vida: el móvil, el dni, la cuenta corriente del banco, las contraseñas... me mira Andrés y me pregunta: Farero, en el faro no hay tantos números ¿verdad?  Una mano que golpea levemente el asiento de  una silla vacía es la invitación a que me una a su charla. Sonríe María, me acerco a la mesa con pocas ganas, pero son mis amigos. Claro que el faro tiene  números, muchos números. Y les hablo de ellos: la fecha del proyecto, la del comienzo de las obras, su encendido, la altura de la torre, el alcance de su luz, la frecuencia de sus destellos... Hasta tiene -les digo un poco en serio un poco en broma- su dni y su pasaporte, más números, pero con otros nombres: su número nocional y el internacional. 

Vuelvo con María que ahora mira  al televisor, hablan de una mujer asesinada, presuntamente, por su pareja. La han encontrado muerta en su cocina con una docena de puñaladas en su cuerpo y a él junto a ella, lleno de sangre y con un cuchillo en las manos. Es solamente el presunto asesino hasta que un juez borre el adjetivo con una sentencia. No han dicho el nombre de la víctima, solamente su edad y que deja dos críos de 9 y 7 años.

Ahora, en la soledad del faro pongo la radio y de nuevo hablan de ella, la mujer asesinada, pero ahora de otra manera, es, dicen, la víctima número 19 en lo que va de año, la no sé cuanto desde que hay registro de ello. Esta mañana, además de la vida,  le habían robado su nombre, su historia, su personalidad: era solamente unas iniciales, ya no es ni eso,  es solamente un numero, un dato más en  una estadística.

Mañana habrá seguramente un minuto de silencio en su ciudad, una pequeña concentración en contra de esta violencia contra las mujeres. Después cada uno volverá a su vida, a sus cosas, a sus números. Dentro de unos años, no sé cuantos, seguramente pocos,  el asesino habrá pagado su deuda con la sociedad y volverá a la calle y tendrá con ello la posibilidad de convertir en otro número a otra mujer. 

03 marzo 2024

Nuevo comienzo.

Estaba una parte de este faro como esos trasteros en los que vamos poniendo cosas en las estanterías, al principio con cierto orden y cuidado, posiblemente porque nos sobra sitio y espacio libre. Después las cosas se van acumulando, vamos dejando unas encima de otras y terminamos perdiendo el sentido de qué hay y donde está.
Entré a buscar una cosa, quité otra que creía la ocultaba pero debajo de ella solamente encontré más cosas desordenadas. Me hizo cierta gracia leer las etiquetas puestas en cada estante indicando, en teoría, lo que había en cada uno porque, o en su día no las leía y ponía cada caja en cualquier sitio o un duendecillo ha estado viniendo al faro de vez en cuando y jugando a cambiar de sitio la mayoría de las cosas.
He tenido que vaciarlo todo y empezar de cero. Limpiar el polvo acumulado en los estantes, cambiar los papeles adhesivos que en otros tiempos puse por unos nuevos... He encontrado cosas que al verlas me han arrancado una leve sonrisa porque me traían bonitos recuerdos, otras he tenido que abrirlas y ver qué había dentro porque en principio no recordaba nada. En esas cajas he encontrado un poco de todo: recuerdos de hace años, unos agradables, otros crueles que han jugado a ser  cirujanos sin piedad que abren un poquito una herida ya cerrada para ver si estaba completamente curada por dentro.
Ahora, en la soledad del faro,  he abierto de nuevo la puerta de ese trastero y he mirado lentamente cada estante, cada caja que hay en ellos. La mayoría son las mismas que había ayer, hace una semana, hace un año... pero ya no están todas las que ocupaban entonces esas estanterías. Hay un pequeño montón fuera, apiladas en la explanada que da acceso al faro. Ninguna vale ya, ninguna merece la pena conservarla, están llenas de cosas que lo único que pueden hacer es  daño. 
Por unos instantes me he convertido  en un Torquemada del reino de mi faro y he condenado a todas estas cajas a la hoguera purificadora. Un montoncillo de ramas y piñas secas hacen de lecho sobre el que voy colocando una a una las cajas herejes. Un poco de gasóleo de los generadores, una cerilla que por un segundo parece una pequeña estrella fugaz... y los dañinos contenidos de las cajas  se van camino del cielo convertidos en un tenue columna de oscuro humo. La disipa el viento, desaparece. 
Entro al faro y dejo fuera los restos de la pequeña hoguera. La noche  amenaza con viento y lluvia. Limpieza completa. Nuevo comienzo.

28 febrero 2024

REFORMAS EN EL FARO.



Es posible que algunas cosas no las encuentres o estén en otro lugar. Estoy actualizando algunos detalles y este tema no es precisamente mi fuerte. La primera novedad que puedes ver es un botón para que puedas oír música relajada mientras lees o buscas temas.

Debajo tienes otro en el que puedes elegir el idioma que prefieras para leer en el faro.

Se ha actualizado el contador de visitas. Hasta ahora marcaba doscientas y algo, eran las que se habían producido desde el 17 de febrero pasado cuando volví a abrir el blog. Ahora el número  indica el total desde que echó a andar en abril de 2009. 

El siguiente cambio es el de las etiquetas. Hasta ahora tenían una cantidad enorme, creo que ello hacía que las entradas, aunque estuviesen relacionadas, no estaban unificadas y el tema se diluía, ahora serán menos etiquetas pero en ellas las entradas referentes a cualquier tema estarán más y mejor agrupadas.

La sección archivo ocupaba demasiado sitio y ahora es un menú desplegable en el que puedes buscar por mes y año.

Otra novedad es el buscador de temas, palabras, títulos... que te abrirá todas las entradas en las que aparezca el tema buscado.

Y la última novedad (por ahora) es el tema recordado de la semana, un enlace a una de las entradas publicadas hace más o menos tiempo.

Perdona las posibles molestias,  ya queda poquito.

Gracias.

El viejo farero.

46 años.

 Los años no pasan en balde y a ella, que ya tiene los suyos, procuro cuidarla. Salió conmigo a la calle algunas veces, en los primeros años, cuando ella y yo éramos jóvenes y teníamos muchos menos años y muchas más ilusiones. Al final unos y otras, los años y las ilusiones, son objetos en una balanza que suelen mantener  a los dos platillos a la misma altura y al fiel mirando al cielo. La vida pone años y quita ilusiones, nosotros no podemos quitar años, pero sí crear y poner ilusiones nuevas que hagan que el fiel nos mire de reojo.

El año pasado cumplió 46 años. Era una cría con unos cuantos días aquel domingo 4 de diciembre del 77 cuando la saqué por primera vez por las calles de Sevilla: San Fernando, Puerta Jerez, avenida de la Constitución...  Después, puesta en una ventana, primero el 4 de diciembre y después los 28 de febrero, miraba a cientos como ella. Poco a poco dejaron de ser cientos y se quedaron en unas cuantas decenas, cada año menos. Hoy me recuerda a mi pequeña gatita que se asoma a la ventana y mira y mira a la calle. Unas veces a las palomas, otras a las personas o los coches que pasan... y, posiblemente,  de vez en cuando buscando otros seres como ella. Pero ni mi gata ve otros gatos ni mi bandera, hoy, ve otras banderas. Es igual, ni a ella ni a mi nos importa. Hoy es 28 de febrero y ella sale a la calle. Mañana volverá a estar dentro de casa, quitada del sol, de los humos... protegida. Son ya 46 años conmigo y tengo que cuidarla. Cosas que parecían iban a ser eternas han durado menos.


El Viejo Farero.

23 febrero 2024

Dejad que los niños se acerquen a mí.

 Ayer una mala ola trajo la tragedia al pueblo. De vez en cuando 5 o 6  críos bajan hasta las rocas donde la pequeña playa termina y buscan y cogen cangrejos. Cada vez se pasan más rato porque cada vez hay menos. A ellos tampoco les preocupa mucho pasarse toda la tarde, cuando la marea está baja, andando por las rocas, subiendo y bajando, casi imitando a los pobres animalitos, buscando entre los pequeños huecos hasta dar con alguno. Después se los llevan metidos en unas pequeñas redes que a saber de dónde sacaron. Algunas veces el viento hace de mensajero y me trae sus voces y sus risas hasta el balcón de la linterna. Más de una vez los he visto volver a sus casas empapados porque una ola ha sido más rápida que ellos, o porque los ha cogido distraídos y ha llegado por la espalda, a traición, como los cobardes. Y una de esas olas, ayer, los sorprendió con una fuerza que no esperaban y arrastró sus pequeños cuerpos  golpeándolos contra las rocas. Volvieron a casa llenos de arañazos, con las camisetas rotas, llorando y gritando. Todos menos Carlitos.

Hoy ha sido la misa y, por respeto a sus padres, he ido después de mucho tiempo a la iglesia. Todo el pueblo estaba allí, y frente a todos, el cura. Ha intentado, supongo, consolar a los inconsolables padres hablando de su dios, de la otra vida, de la presencia del crío a su lado. Su dios quiere a los niños dice, nos ama a todos, pero especialmente a los niños, y hace referencia a una frase de Jesucristo: dejad que los niños se acerquen a mí.

Ahora, en la soledad del faro, pongo un momento la tele, por ver algo, voy cambiando de emisora y en una de ellas están informando sobre la guerra en Gaza, sobre la matanza que Israel está cometiendo. Hablan  de miles de niños asesinados y me acuerdo de las palabras del cura: dejad que los niños se acerquen a mí. Lo dijo Jesús, el rey de los judíos, el rey de ese pueblo que masacra a los niños palestinos. ¿Volvería Jesús a proclamarse rey de este pueblo?  ¿Querrá también a su lado a estos niños que, si tienen religión es otra diferente y si creen en dios es en otro dios? 

Dice el cura que su dios es todo amor, que no hace distinciones, por eso, posiblemente, acepte a estos críos junto a él. Por eso, seguramente, sigue dejando que Israel, su pueblo, los siga matando, para él tenerlos a su lado. Todo amor, todo generosidad.


17 febrero 2024

844 noches.

 

Casi no sabía abrir la puerta del faro. Por un lado porque, bien por la edad, bien por los nervios, me temblaba tanto la mano que me costaba la misma vida introducir la llave en la cerradura. El chirriar de las bisagras, la oscuridad de dentro con casi todas las ventanas cerradas, el olor a clausura…

Buscó a tientas mi mano el interruptor de la luz y al encenderla no vi lo que había delante de mis ojos, en su lugar una ristra interminable de imágenes del pasado ocuparon su sitio y  por unos segundos no supe si estaba allí o todo era uno de esos sueños extraños en los que se mezclan mil cosas diferentes sin ningún sentido.

Tiempo. Al fin y al cabo es lo que se necesita para todo: tiempo. Para adaptarte a la poca luz, para que florezca una planta, para terminar un trabajo, para realizar un sueño, para que regresen las golondrinas,  para olvidar un amor… posiblemente, para lo único que no hay tiempo suficiente en una vida es para conocer por completo a las personas,  a cualquier persona.

Hoy, 844 noches después, regreso al faro, a mi faro, a éste que no guía a nadie, a éste que emite una luz, un destello, sin ritmo pausado, sin frecuencia determinada. A este viejo faro que es solamente el refugio de este viejo farero.

He ido abriendo las ventanas una a una, despacio, y en cada una de ellas he mirado el mar, la pequeña playa, las gaviotas que, siendo otros diferentes siguen siendo mis gaviotas. Como las mareas, como mi propia piel.

Me supera por un momento la nostalgia, los recuerdos, pero vienen a mi mente unas palabras de María (siempre María): la vida es como conducir un coche: solo en determinados momentos debemos mirar por el espejo retrovisor y ver lo que dejamos detrás, nuestros ojos deben mirar adelante, al futuro.

844 noches. Enciendo luces, miro por un segundo a través del retrovisor. Mis ojos, desde la linterna del faro, me traen de nuevo, poco a poco, a la vida.

 

26 octubre 2021

Mi mala memoria.

Anunciaron en la tele un eclipse de luna para aquella noche y, aunque se vería igual desde el faro que desde el pueblo invité a María a verlo juntos desde lo más alto de la torre. El momento de máxima sombra se produciría sobre las 2 de la madrugada y después ya sería demasiado tarde para regresar al pueblo. María, en su extrema generosidad, tampoco quiso que yo condujese  de madrugada y en un pequeño macuto trajo algo de ropa, dispuesta a pasar la noche en el faro.

Se interpuso poco a poco la tierra entre el sol y la luna y le robó a ella  buena parte de la luz y del calor que él le mandaba poniendo sigilosamente sobre su blanca faz un velo gris cada vez más oscuro que se desplazaba por ella como acariciándola.

Olvidó María su pijama a los pies de la cama, doblado, preparado para  guardarlo en su macuto y ahí estuvo hasta que  el cansancio empezó a vencerme y mis pasos terminaron en el dormitorio, junto a la cama sobre la que dormía su pijama. Lo vi, lo tomé en mis manos para ponerlo donde, al día siguiente, lo viese y no se me olvidase llevárselo pero, sin saber por qué, lo acerqué a mi cara y me puse a olerlo. Cerré los ojos y el aroma de María invadió mi alma. Lo abracé como si aquella prenda fuese el cuerpo de la mujer que amo.

Esta madrugada, en la soledad del faro me he sentido menos solo. No sé si son cosas de viejo, de loco, de viejo loco y solitario, pero el pijama de María terminó  descansando en el sitio que ocupa su cuerpo cuando compartimos la misma cama y las mismas sábanas. Y ahí amaneció, dormido, con mi brazo derecho sobre él, como abrazándolo.

Otra vez me ha preguntado María por su pijama y, otra vez, he recurrido a la eterna justificación de mi mala memoria. - Mañana te lo traigo sin falta, de verdad. Y María, no se si por aburrimiento o porque tiene ese don de  leer en mis ojos lo que pienso y lo que siento me dice, con una leve y pícara sonrisa en su boca,  que no me preocupe, que tampoco le hace falta, que tiene otro... que puedo dejarlo donde está... hasta que ella regrese al faro.

10 octubre 2021

Braille en mi espalda.

Decidió María cerrar el  bar una vez los últimos clientes terminasen de comer y dedicar la tarde a tomar el sol paseando hasta el faro. Un café en la barra charlando con algún amigo marinero, una mano a la hora de recoger las últimas mesas, cerrar ventanas... y después, con el sol cálido de otoño acariciando la mitad izquierda de nuestros cuerpos un paseo a cada paso más lento desde el pueblo hasta  el faro.

Breve, inmensamente breve me pareció la tarde con un sol que tenía prisa por irse a dormir y empezaba a taparse con una sábana de nubes cada vez más rojas y oscuras. Se nos ha echado sin darnos cuenta la noche encima y entre beso y beso surgió la propuesta: -Quédate esta noche aquí, mañana a primera hora te acerco al pueblo. No salió de sus labios una sola palabra, cerró sus ojos, tomó mi cara entre sus manos y me besó.

Anoche, esa soledad con la que comparto aquí en el faro la inmensa mayoría de mis madrugadas sintió celos de su presencia y se marchó volando, no sé ni cuando ni a donde  y el cuerpo de María ha ocupado por unas horas su sitio en mi cama.

Empezaron sus manos a recorrer mi espalda dibujando caminos y senderos de caricias hasta que, de repente, la yema de uno de sus dedos se quedó sola rozando mi piel. Cierro los ojos, desconecto todos mi sentidos y mi cerebro y mi corazón solamente reciben mensajes de mi piel, del roce leve y suave de su dedo sobre ella. Me imagino por un momento que está escribiendo sobre la pizarra de mi espalda pero no, no escribe, lee. O tal vez haga ambas cosas casi al mismo tiempo. Y me imagino que María tiene un don especial y que yo tengo en mi espalda mil cosas escritas en algo parecido a un sistema braille. A veces temo que otras personas puedan leer a través de mi mirada lo que siento o lo que pienso pero, ¿Y si María pudiera leer lo que siento por ella leyendo en el braille de mi piel?

Sigue su dedo descifrando cada arruga, cada poro, cada marca que hay en  mi espalda, y yo, con mis ojos cerrados, abro mi corazón y siento en todo mi ser lo que mi corazón siente por ella y en mi cabeza dos palabras que no quiero decir para no romper este momento mágico.

Cesa de repente el movimiento de su dedo y María deja con mimo un leve beso junto a mi cuello y una breve frase susurrada al oído: Y yo a ti, farero.



27 septiembre 2021

Golondrinas de otoño.

 Han llegado a destiempo, cuando, según el calendario, deberían emprender rumbo a otras tierra más cálidas.

Son 4 ó 5 golondrinas que han aprovechado los nidos vacíos que acababan de dejar otras golondrinas que decidieron que su estancia junto a este viejo farero había llegado a su fin y se han instalado bajo la balconada del faro.  Entran y salen como locas, piando, chillando, revolucionándolo todo y yendo y viniendo sin orden ni sentido.

Llevaba el faro y todo cuanto lo rodea unos días en estado de letargo y de repente, una triste mañana, el día amaneció gris y frío poniendo de repente fin a un verano que parecía iba a ser eterno. Pero nada lo es, no lo fue la primavera, no lo ha sido el verano y, sin duda, tampoco lo será este otoño que ha pintado todo de gris en un abrir y cerrar de ojos.

Me asomo al balcón y veo a estas golondrinas en un incesante ir y venir a la playa, al recodo del camino que lleva al pueblo y, de repente, cambiar su rumbo y su destino y volver sin previo aviso junto a mí.

Me da cierto miedo esta alegría que me regalan porque es otoño y, en otoño, las golondrinas están lejos, ausentes, pero aquí están ellas llenando de vida y alegría este otoño en el que solamente debería oír el romper de las olas y el silbido del frío viento colándose por entre los postigos de las ventanas.

Ahora, casi de noche, como ayer, como el día anterior, ella ha vuelto a ponerse en el pretil de la ventana. Se posa y me mira como queriendo decirme algo que no soy capaz de entender yéndose después por un momento a su nido. Tan sólo pasan unos minutos y la golondrina regresa junto a mí a regalarme su presencia y su compañía.

Alguna vez he pensado abrir la ventana por si quisiera entrar y compartir con ella esta soledad que sería menos soledad. La protegería del frío de la noche, de los vientos que vienen del mar... pero me da miedo, no quiero que, si entra, termine perdida dentro del faro buscando una salida que posiblemente yo no sea capaz de enseñarle.

Amanece y ahí siguen las golondrinas de otoño en su interminable ida y venida, y ahí está mi golondrina, posada en la que ya es nuestra ventana mirando curiosa hacia dentro. Voy a abrirle los postigos por si quiere entrar y a dejar abierta la puerta del faro por si se asusta y decide volver a volar sobre el mar, sobre la playa... hasta el puerto.

17 mayo 2020

Dejando huella.

Esta mañana han debido venir críos a la playa y la arena está llena de sus pequeñas huellas. Habrán estado jugando al coger porque las marcas que han dejado sus pisadas vienen y van, sin sentido, en cualquier dirección, girando algunas veces sobre sí mismas, cruzándose por encima de otras, como los recorridos que hacen las golondrinas cuando, al comienzo de la primavera, vuelan como locas por el puerto, por las calles, por encima de las azoteas. 

Algunas veces he sido yo quien ha andado descalzo por la orilla, unas veces dejando que el agua llegue hasta  mis pies, otras alejado de ella y caminando por la arena seca a la que nunca llegarán las olas. Ha habido veces que he visto otras pisadas delante de las que yo voy dejando y, sin saber por qué, he intentado pisar sobre ellas. No es que quiera ocultar las mías, es, tal vez, una manera de sentir el paso de aquella persona que las dejó marcadas en la arena. Algunas veces son pasos cortos y pienso que son de alguien que iba paseando tranquilamente, sin prisas, tal vez pensando en sus cosas, tal vez sin pensar en nada,  tan sólo oyendo el mar. Otras veces las encuentro alejadas unas de otra, son, imagino, de alguien que ha venido a la playa a correr, a hacer deporte, a desfogar tensiones... También, alguna vez, son dos que van marcando un camino en paralelo, unas de un pie grande, otras de unos más pequeño. Una pareja.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, pienso en esas huellas de críos que vi. La marea está alta y muchas de ellas las habrán borrado las olas para siempre. Mañana parecerá que nunca estuvieron allí y en la arena no habrá nada que recuerde a quienes las dejaron. Habrá otras que los borre el viento. Será un proceso más lento pero igual de efectivo. 

Hay en una emisora de televisión un documental sobre las Tierras Altas de Soria. Existen en ella unos recorridos para ver unas huellas que dejaron los dinosaurios hace millones de años. Que diferencia con estas de la playa. Ellos, los dinosaurios, no dieron mil vueltas dejando la marca de su pisada en el suelo, pasaron por allí, sin más. 

Me he despertado de madrugada y me ha venido a la cabeza un recuerdo de hace muchos años, y después he visto que el corazón de las personas es un terreno misterioso en el que quienes pasan por nuestra vida dejan su huella. Hay algunas que se borran casi de inmediato, otras que duran un tiempo, otras que jamás se borran. No depende del tiempo que estuvieron, sino de la intensidad con la que lo hicieron. Pasan por nuestras vidas personas cuyos pasos discurrieron junto al mar y las olas de la primera marea alta los borraron. Otras huellas las borró el viento de los años. Pero hay otras que debieron pisar de otra manera, o tal vez en otro terreno, y ahí están, después de toda una vida, imborrables, como las de esos dinosaurios de hace millones de años.

09 mayo 2020

El último beso.

Esta mañana, camino del pueblo, me encontré a mi viejo amigo David sentado en una roca, mirando al mar. Hace ya varios años que dejó de faenar aunque, a veces, sale en su pequeña barca. Ya no tira las redes ni trae sus capturas a la pequeña lonja del puerto, dice que simplemente lo hace para no olvidar, para sentir el salitre en la cara y los remos en las manos. Para seguir sintiéndose vivo.

Supongo que estaba tan metido en sus pensamientos que se sorprendió cuando vio mi sombra a su lado, se sobresaltó. Una sonrisa, un golpe en la espalda a modo de saludo y de disculpa...

Me senté junto a él, en una piedra más pequeña y, por unos instantes, no supe que decirle. David es un hombre un tanto callado pero hoy su silencio era diferente.

-¿No sales hoy con la barca? el día está estupendo.

Un leve movimiento con la cabeza, lo justo para decirme que no fue su respuesta. Más silencio solamente roto por el canto de algún pájaro en unos matorrales, por el leve viento que sube desde el mar. 
-¿Sabes farero? de chiquillo siempre que salía con mi padre a la mar miraba el horizonte. Era como un imán para mis ojos. Alguna vez le preguntaba  que si aquella línea donde el cielo y el mar se unían estaba muy lejos y él se reía. Un día fue él quien preguntó: ¿Por qué me preguntas eso? Porque de mayor quiero llegar hasta allí, le dije, el sitio donde se unen el cielo y el mar. Mi padre se reía, pero nunca, nunca, me explicó que al horizonte nunca se llega.

Tiene David en su mano un trozo de caña seca con el que hace dibujos abstractos en el suelo, líneas que se cruzan sin sentido aparente.

-El horizonte, farero, es como un amor imposible: por más que lo persigas nunca lo alcanzas. ¿Tienes café en el faro?

La vieja mesa de madera, el viejo faro, mi vieja amistad con David, yo, un viejo farero... Quiero hacerle una broma a mi triste amigo: Aquí todo es viejo David, todo es de otro siglo. Y David  empieza a contarme una historia que no conocía, que ha guardado en secreto. Todo un logro en un pueblo tan pequeño donde, casi todos, conocen la vida, las obras y milagros de todos. 

No, no todo es viejo, dentro del faro quizás, pero fuera hay cosas nuevas, historias nuevas. Y mi viejo amigo me cuenta parte de una historia, una parte de su vida que no termina de terminar, de un círculo que nunca termina de cerrarse. 

Pongo junto a las tazas de café un par de copas de anís. Me gusta tomarlo en las mañanas de invierno y lleva la botella en un estante un par de meses esperando que llegue el otoño, las mañanas frescas y grises, pero hoy, en plena primavera, la mañana se ha hecho invierno.

Se enamoró mi amigo con un amor imposible. Se dejó llevar por su corazón y, una triste mañana, de repente, se topó con la realidad. El horizonte nunca se alcanza.

¿Sabes, farero, lo que más me duele? Que nunca hubo un beso de despedida, que nunca pude abrazarla siendo consciente de que era la última vez que lo hacía. A veces hago memoria, quiero recordar cual fue ese último beso, pero solamente era un beso más. Nunca somos conscientes de que cada cosa que hacemos puede ser la última vez que la hagamos. Igual, haberlo sabido, hubiese sido más doloroso, pero tendría al menos ese recuerdo. Hubiese puesto en él mis cinco sentidos para sentir sus labios en los míos, su cara entre mis manos... Me faltó saber que aquel último beso era el último beso que iba a darle, que iba a darme.

Bajamos juntos, casi sin hablar, hasta el pueblo. En las primeras calles David me echó el brazo por encima, me abrazó y, al despedirse, mientras me daba un par de palmadas en la cara me dio también un consejo: Cada vez que te despidas de ella, farero, bésala como si fuese el último beso que vas a darle. Suena triste, lo sé, pero no lo es, hazlo. Te lo dice alguien que jamás se perdonará no haberlo hecho.

Ahora, de noche, en la soledad de faro, pienso en mi amigo David, en su amor tan imposible como alcanzar el horizonte, en ese último beso que jamás vivió porque nunca supo que después de ese no habrían más, en los círculos que dejamos abiertos, en María...




13 marzo 2020

50 años atrás

Estaba la tarde bonita y soleada, invitaba a salir del faro, a caminar por cualquier sitio, por cualquier sendero. Yo dejé a mis pies que ellos decidieran mi destino mientras mi cabeza, ajena a ello, se limitaba a disfrutar del paisaje unas veces, de recuerdos que ello me traía otras. Al final, casualmente, me encontré frente al bar de María. Aun quedaba una  parte con alguna mesa vacía a la que llegaban los rayos del sol. Era el sitio ideal para terminar la tarde. Gracias, pies, pensé para mí mismo, por traerme hasta aquí.

Un café, el saludo de algún amigo marinero, la compañía de María... y de repente Miguelito, mi pequeño amigo, el mismo que, hecho ya un hombrecito, cada vez que le llamo con el diminutivo hace un leve gesto con su cara como queriéndome decir que ya no es un crío. Trae su bicicleta nueva, preciosa, una bici de montaña dice, con la que ahora puede hacer mil cosas más que con la otra que tenía.

-Hola farero, ¿vas a estar mucho tiempo aquí?

-Un ratillo, hasta que empiece a ponerse el sol, ¿Por qué?

Y sonríe sin contestarme, solamente un "ahora vengo, no te marches" sale de su boca antes de partir con su bicicleta.

Sigo tomándome el café sorbo a sorbo, disfrutando de su sabor, del calorcito de la tarde, de la compañía de María. No son más de 10 minutos los que han pasado cuando aparece de nuevo mi joven amigo. Trae, colgada del manillar, una bolsa con algo dentro. Deja la bicicleta apoyada sobre otra mesa, coge la bolsa y se nos acerca con la misma sonrisa con la que se marchó dibujada en su cara.

-Toma, un regalo.

Me mira María y también sonríe, igual que Miguel. Cualquiera diría que sabe en que consiste el regalo. Cojo la bolsa y miro, dentro hay una caja de zapatos con la tapadera llena de pequeños agujeros. Me sube el pulso recordando otras cajas de zapatos, hace una eternidad, con la tapadera igual y dentro...  Cojo la caja y la apoyo en la mesa, quiero abrirla pero casi me da miedo que no contenga lo que he imaginado. Con un pequeño golpe en el hombro me anima el chaval  a hacerlo. Tiene el fondo vestido de hojas de morera, verdes, frescas, y sobre ellas, como dormidos en un lecho de esperanza, unos pequeños gusanos de seda. 

No sé que hacer ni que decir, Miguelito me saca del trance con una pregunta:

-¿Te gustan? 

Claro que me gustan, de crío, cada año, los tenía, y ahora viene este chaval, 50 años después, y me regala una caja llena de recuerdos, de vivencias, un viaje en el tiempo a mi niñez.

-Claro que me gusta Miguelito... de chiquillo todos los años tenía una caja así, y les cogía hojas de las moreras que hay en el camino del río.

- Bueno, si quieres- me dice - de eso me encargo yo. Como tengo que ir a cogerlas para los míos me traigo también para estos y te las llevo al faro.

Ahora, de noche, en la soledad del faro, he abierto la cajita y he mirado los pequeños gusanos. Sin tener que hacer nada han venido a mi cabeza mil recuerdos de hace medio siglo. No recuerdo como los conseguíamos pero cada año todos los niños teníamos nuestros gusanos de seda. Nos íbamos a las moreras a coger hojas. las lávabamos en el arroyo, las secábamos en nuestra propia ropa... Después, en casa, hacíamos limpieza, antes de poner las hojas nuevas quitábamos todo cuanto podíamos: los restos de algunas hojas, las que estaban secas... cuando los gusanos empezaban a hacer los capullos todo se complicaba, algunos se empeñaban en hacerlos justo donde abría la caja y eso lo complicaba todo. Siempre quise abrir uno de aquellos sacos de dormir, hacerle un pequeño orificio, y ver por él cómo el gusano se iba convirtiendo poco a poco en mariposa. Nunca lo hice y ahora me alegro, es mejor no saber como suceden algunas cosas, es mejor encontrarse una buena mañana con la magia.

Mañana, cuando mi pequeño amigo me traiga las hojas nuevas, cuando limpie la caja y las ponga, volveré a viajar en esta máquina del tiempo que me ha regalado.


06 noviembre 2019

Soltando lastre.

Ahora que los días son más cortos y las  noches más largas parece que tengo menos tiempo para compartir con los demás y un poco más para compartirlo conmigo mismo. Viene bien, de vez en cuando, hablar con uno mismo, dedicarse tiempo, oírse, sentarse solo y verte al mismo tiempo frente a tí. 

Anoche, desvelado y cansado de oír el mar romperse mil veces contra las rocas y al viento silbar queriendo entrar por cada ventana me puse a buscar algunas fotos. Las hago, las paso a esta máquina que se llama ordenador, elimino unas cuantas y el resto se quedan en una carpeta a la que bien podría llamar limbo, porque ahí se quedan dormidas, un mes, un año... una eternidad, esperando una especie de juicio final en el que alguien decida si pasan al cielo de las fotos elegidas o terminan desapareciendo en esa hoguera de purificación que las elimina para siempre.

No encontré las que buscaba, pero aparecieron otras que, las más de las veces, ni recordaba tenerlas, fotografías que un buen día dejé, como tantas cosas, guardadas sin saber muy bien el motivo. ¡me pasa con tantas cosas! y así tengo el ordenador, el trastero, el corazón... llenos de cosas que voy guardando, unas veces porque son bonitos recuerdos, otras por si algún día pudieran volver a servir, otras por pereza, algunas por miedo a perderlas para siempre, aunque sepa que jamás volverán a ser lo que fueron.

Un día, hace mucho tiempo, entré al trastero y decidí hacer zafarrancho y tirar todo aquello que ya no valía. Más difícil fue hacer lo mismo con algunos recuerdos. Sacar las cosas del corazón siempre es más difícil que hacerlo de un trastero.  Hoy me he propuesto hacer otra limpieza, le toca a las fotografías que un día guardé y que hoy no tienen sentido. Se me hace difícil al principio pulsar el botón y eliminarlas, pero, como tantas cosas en la vida, es solamente cuestión de tiempo. No se si es porque cada vez pongo el listón más bajo o porque simplemente quiero tener menos recuerdos. 

Ahora, de madrugada, en la soledad del faro, he pulsado el botón que elimina todas las fotografías que hay en esa papelera virtual. Tiene conmigo un detalle la maquinita, los ingenieros que diseñaron el programa, y antes de eliminarlas para siempre me da una última oportunidad y me pregunta si estoy seguro de querer eliminarlas definitivamente. No hay prisa por decidirlo, no hay una cuenta atrás que me presione. Ojalá la vida fuese algunas veces igual de paciente y nos diese todo el tiempo del mundo para tomar algunas decisiones. Sí.

Ya no están. Eran barcos que zarpaban de mi puerto rumbo a un naufragio que los llevará al fondo del mar. Unos iban vacíos, otros llevaban recuerdos que ya no aportaban nada bueno. Lastre.

12 junio 2019

3 arrobas.

Creo que hace una eternidad dejé este escrito aquí en el blog, pero mi torpeza buscando cosas va paralela a mi edad y ambas son cada vez mayores. Hoy lo rescato, copiado, de mi libro.



Posiblemente las cosas más importantes de esta vida no las aprendimos en el colegio, ni en el instituto; posiblemente ni las aprendieran en  la universidad aquellos que tuvieron la suerte de poder ir. Posiblemente, sólo posiblemente, las cosas más importantes de la vida las aprendimos fuera de esos sitios.
En el colegio me enseñaron que la unidad de longitud es el metro, que la de superficie se llama metro cuadrado, la de volumen metro cúbico, la de peso es el gramo y que los líquidos tienen una unidad de medida llamada litro. Con estos datos yo podía medir la distancia que había entre mi casa y la de mi mejor amigo, podía medir cuanto pesaba aquel montón de naranjas que robábamos de chiquillo, o cuánta agua desviábamos de su camino cuando cambiábamos las compuertas al hombre que regaba los campos que habían frente a mi casa. También podía saber que ésta era pequeña, demasiado pequeña, porque tenía muy pocos metros cuadrados, y que aquellos depósitos de agua para las máquinas del tren eran inmensos, porque tenían muchos metros cúbicos. Creía que podía medirlo todo, pero un día me dí cuenta que había una cosa que no sabía medir: el cariño.
¿Cuánto se puede querer a una persona? ¿Cómo medimos cuanto la queremos? Pero no había maestro que me lo explicase -El amor no se mide- Y ya no había más. Claro que se mide, y una tarde, jugando, mi abuela me enseñó que el querer también se mide. Al menos ella tenía su vara para medirlo. Era un sistema muy básico, pero inmensamente claro: -Paquito, la gente no quiere a todo el mundo igual, a unos se les quiere más que a otros, por eso hay que saber medirlo, para decírselo, para que sepan cuánto los queremos.
Mi abuela me enseñó que a las personas, a la hora de quererlas, las podemos poner en una especie de escalera. En el primer escalón están las personas a las que queremos, en el segundo a las personas a las que queremos mucho. Después, a medida que subimos, el escalón es más pequeño, caben menos personas, por eso en el tercero sólo están aquellos a quienes queremos mucho, mucho, mucho. Y mi abuela, vieja y sabia, se quedaba callada esperando que yo le preguntase por el cuarto escalón, y cuando lo hacía ella me preguntaba que cómo sería. -Muy chico, abuela- y ella sonreía y me decía que sí, y que por eso en él cabían muy pocas personas, y volvía a quedarse callada sabiendo cuál sería mi próxima pregunta. -Y a la gente que hay ahí ¿Cuánto la queremos, abuela?- Y ella me decía que 3 arrobas.
3 arrobas, el cuarto escalón. No habían más escalones ni se podía querer más a una persona. Quererte 3 arrobas era no poder quererte más, no por no querer sino porque no había un amor más grande. 3 arrobas era lo máximo que se puede querer.
Hoy, 50 años después de que la vida me dejase sin abuela y sin maestra de cosas importantes sigo midiendo mi amor por las personas con su sistema de medir cariños. Las hay quiero, hay a quienes quiero mucho, a algunas mucho, mucho, mucho... También hay unas cuantas, pocas, muy pocas, que subieron a ese cuarto escalón. Ellas saben que las quiero inmensamente... tanto, que las quiero 3 arrobas.

18 mayo 2019

La espina.

Hoy el día amaneció fresco y a mediodía me acerqué al bar de María, un poco para tomar algo, un poco para charlar con los amigos marineros que allí estuviesen, un mucho para verla a ella.

Rafael, José y Mariano, tres hombres que se han pasado la mayor parte de su vida en la mar, compartían una de las mesas y una botella de vino que de vez en cuando iban vaciando, sin prisa alguna, en sus respectivos vasos. En otra mesa una pareja de extranjeros hablaba en inglés mientras él miraba un mapa de carreteras, de esos que una vez desplegados cuesta (al menos a mí) la misma vida volver a plegar y ella buscaba alguna información en su móvil. Los mapas de carreteras, como tantas cosas, empiezan a formar parte de un pasado tan cercano como superado.

Me siento con mis amigos los marineros y aparece María, sin preguntar, con un vaso de vino dulce de Málaga. Tampoco necesita hacerlo, siempre, salvo que haga calor, me pido ese vino a estas horas. 

-Farero, ¿has visto lo culto que se nos está volviendo el amigo Rafael?- Y lo miro y veo que tiene un libro sobre la silla vacía que hay a su derecha. Es de Antonio Machado, el poeta sevillano cuya infancia era recuerdos de un patio de Sevilla, y un patio claro donde maduraba el limonero. Me lo acerca y me dice que desde hace unos meses anda leyendo al poeta andaluz, que le cuesta a veces leer este y cualquier libro porque lo sacaron pronto de la escuela y lo metieron en un barco, pero a pesar de ello cada noche, en vez de ponerse a ver la tele, coge un libro y lee hasta que el sueño lo vence.

Hoy, con el viento que corre a intervalos, el día parece más frío de lo que es, y María ha puesto al sol las 4 mesas que tiene fuera. Hay otra ocupada, junto a nosotros. Son gente de fuera, de la capital posiblemente. Parecen personas sencillas que disfrutan de los rayos del sol, del olor a mar y de las vistas del puerto. No tienen ese aire de superioridad que traen otros que parecen mirar por encima del hombro a la gente del pueblo, que se acercan al faro a hacerle fotos como se las hacen a una estatua o a una fuente.

Abre Rafael el libro de Machado y busca una página. Avanza, retrocede... al final recurre al índice y encuentra lo que busca. -María, ¿te sientas un momento con nosotros?, a ver que piensas tú de esto. Y tú también, farero. Y el marinero que ha cambiado las redes por los libros comienza a leernos un poema:

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas,
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...

- No, esperad, eso no es lo que quiero...  ah, ya, esto:
En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.

Aguda espina dorada,
quien te pudiera sentir
en el corazón clavada.

Cierra su libro y se queda en silencio, todos nos quedamos en silencio esperando un comentario, una pregunta. -¿Esto que quiere decir , María?

Baja María su mirada y cuando la alza y nos vuelve a mirar parece que la ha vestido de melancolía, de tristeza casi. Y le cuenta a Rafael que ella entiende que el poeta tuvo un amor, que le hacía daño y quiso olvidarlo, que lo sacó de su corazón, y que ahora no siente nada, ni dolor, ni amor... que aquel amor, a pesar de hacerle daño, le hacía sentirse vivo, que en el fondo desearía volver sobre sus pasos y seguir sintiéndolo.

-¿Y es mejor volver a sentir el dolor que no sentir nada?

Se ha fugado el silencio de nuestra mesa y se ha sentado en la de la gente de la ciudad que ahora nos mira, no se si esperando otras respuestas, si pensando en el poema de Machado, en las palabras de María... o queriendo romper esa frontera invisible que crea el no conocernos y meterse en la conversación y decirle a Rafael qué piensan ellos.




11 enero 2019

La hucha de los buenos recuerdos.

Esta mañana, en la tienda de Encarna, varias mujeres hablaban de unas manualidades que andan haciendo en uno de los talleres  que el Ayuntamiento ha organizado este año. Hay tres o cuatro cursos y, en el fondo, todos tienen el mismo objetivo: ocupar parte del tiempo muerto y vacío que muchas de las personas mayores tienen, llenarlo de  entretenimiento, de cualquier actividad que las levante de un sillón en el que se pasan las horas muertas frente a un televisor que les habla de vidas privadas que sus propios protagonistas venden, de muchachas de veintipocos años que se hacen famosas porque han tenido una aventura con el hijo de alguna folclórica, de otras soledades que gente de su edad quieren romper acudiendo a un programa donde el presentador, algunas veces, ridiculiza sus vidas...

Siempre que llego a esta tienda se repite la misma escena: las mujeres primero dejan de hablar y después le dicen a Encarna que me atienda, que ellas no tienen prisa. Yo tampoco la tengo y hoy soy más terco que ellas y me quedo en una esquina del viejo mostrador, oyendo sus comentarios, convirtiéndome en espectador de una parte de sus vidas que casi nunca me dejan conocer.

Valle habla de un bote que tiene que decorar y en el que cada día debe introducir un papel en el que previamente ha escrito algo bueno que le ha pasado durante la jornada. Explica cómo va a decorarlo, donde piensa ponerlo... lo que no tienen tan claro, dice, es si cada día va a tener algo bueno que escribir y guardar. Luego, cuando el año esté tocando a su fin, lo abrirá y leerá todas las cosas buenas que le han pasado durante ese tiempo.

La idea, dice María Luisa, una vecina a la que siempre le gustó leer libros de  psicología, viene de un cuaderno en el que se apuntan tanto las cosas buenas como las malas que nos ocurren y cómo reaccionamos ante ellas en su momento. Después, pasado un tiempo, se leen. Se supone que eso debe ayudarnos a conocemos un poco más a nosotros mismos. Me empieza a interesar el tema pero mi guerra con las mujeres es una guerra perdida desde antes de empezar y, al final, se callan, hacen un gesto a Encarna y la tendera me mira. No hay más que hablar, solamente pedir lo que necesito, pagar y despedirme.

Ahora, mientras fuera la noche lo envuelve todo y la luz de mi faro juega a ser una navaja que rasga las oscuridad y lanza a los marineros guiños en forma de destellos, busco una vieja pluma y, en una repisa, descubro una hucha que lleva allí una eternidad. En verdad es una simple lata con una ranura en su parte superior por la que introducir el dinero. La agito y en su vientre suenan algunas monedas que ni recuerdo cuando las condené a aquella cárcel con forma de cilindro. Tiene pintada una playa y un sol que se oculta en el horizonte. Me acuerdo de la charla de las mujeres en la tienda de Encarna y decido cambiar la utilidad de la hucha. Desde mañana, en vez de unas monedas, meteré en ella un papelito en el que cuente algo bonito, algo positivo que me haya ocurrido. No me pongo fecha para sacarlos, puede ser dentro de una semana, de un mes, de un año... serán mis ahorros emocionales y, cuando una mala noche las penas me superen, abriré mi hucha de buenos recuerdos y los leeré uno a uno, y reviviré por unos segundos aquellos momentos. Llenaré mi corazón de bonitos recuerdos, de cosas positivas con las que comprarle un billete de ida a los malos pensamientos.

Aparece por fin mi vieja pluma y, con ella, empiezo la primera aportación a mi nueva hucha: "Esta tarde, cuando María cerró el bar y nos quedamos solos..."

14 diciembre 2018

Eternidades

Otra vez, después de una eternidad, he vuelto a sentarme delante de esta mesa que hace las veces de confesionario. Me acompaña la vieja lámpara, ahora con una bombilla nueva que da la misma luz y consume menos, mi vieja pluma y un folio que llevaba otra eternidad esperando ser útil perdiendo su virginidad rota por mil trazos de tinta. 
Me cuesta trabajo, después de tanto tiempo, escribir las primeras palabras. Me cuesta trabajo decidir de qué escribir. Hago un esfuerzo y pienso en mis amigos los marineros, en su guerra diaria por sacarle al mar unos cuantos peces, cada vez más escasos. En las gaviotas que siguen volando cada día sobre la playa ajenas a todo. En mi faro, impasible ante el tiempo, en María, en esta soledad que a veces se convierte en niebla que me aísla y me asusta, en mi pequeño amigo que hace otra eternidad  que no viene al faro a tomar su zumo. Esta noche todo son eternidades: Una eternidad sin escribir, una eternidad de folios blancos como la espuma de las olas, una eternidad sin servir un vaso de zumo, una eternidad sin compartir el calor de sus sábanas y de su cuerpo. Y yo, un viejo terco que las más de las veces va contracorriente, me empeño en poner fecha de caducidad a tantas eternidades. Escribiré y daré fin a esa  que lleva el folio en blanco esperando las caricias de una pluma que dibuja letras sobre su pecho como los corazones que yo dibujaba con mis labios sobre el pecho palpitante de ella. Invitaré a mi pequeño amigo y romperé esa eternidad que llevo sin invitarlo a un vaso de zumo. ¿Pero, cómo pongo fin a ese tiempo eterno que llevo sin sentir su cuerpo bajo las mismas sábanas? 
Esbozo algunas letras sobre la hoja de papel que estaba en blanco dejando a mi mano autonomía plena para hacerlo, para que escriba sin la censura de mi cerebro. El leve golpe de la pluma sobre la mesa me vuelve a la realidad y leo lo que mi mano descontrolada ha escrito: Hay eternidades que son eternas.




24 febrero 2018

Restaurando sueños.

Esta madrugada el sueño iba y venía, como las olas, como las mareas. Unas veces me arropaba más tiempo y conseguía descansar  algo, otras se asemejaba a la luz de mi faro y duraba apenas un instante. 

He terminado cansado de dar vueltas y más vueltas en la cama y, al final, me he venido a la salita donde está el viejo sillón y el televisor. Poco hay que ver a estas horas: emisoras que solamente ponen música o vendedores de cosas maravillosas que siempre están de oferta y que te regalan más cosas en más ofertas si llamas antes de media hora. Sola la 2 tiene algo que pueda verse: un reportaje sobre unos trabajos en un yacimiento arqueológico en Perú.

Lo pongo pero no le presto atención, en el fondo creo que lo hago por oír una voz, una voz que no sea mi voz. De repente un fragmento de un sueño me viene a la mente, y después otro, y otro... no se si son trocitos del mismo sueño o si son sueños diferentes, lo único que tienen en común es que en todos aparece ella.

Intento ordenarlos, darle forma, continuidad, pero son fotogramas de una película sin orden ni concierto, piezas desordenadas de un rompecabezas con las que intento formar una historia. En unas está ella, desnuda en su cama, leyendo un libro, con su espalda bañada por la luz de una pequeña lámpara que hay sobre su mesita de noche. En otras aparecen mis manos acariciando su cuello, dibujando corazones en su espalda que se convierte en una playa por la que mis manos trazan líneas sin sentido. Nada tiene aparentemente sentido en este sueño.

En la tele una mujer muestra una vasija que tiene cientos de años, una vasija a la que han dado su forma original uniendo decenas de trozos encontrados aquí y allá. No están todos, faltan muchos, pero los restauradores los han suplido con otros trocitos inventados, trocitos que, sin serlo, juegan a ser las piezas reales que faltan a la vieja vasija.

 ¿Y si yo jugase a ser restaurador de sueños? Y cierro los ojos y pongo en mi mente la imagen de su cuerpo sobre su cama, su espalda desnuda... y unas veces añado el siguiente fragmento y otras, cuando no lo encuentro, creo yo uno.

Ahora, de madrugada en la soledad del faro, tengo un sueño completo. Y cierro los ojos otra vez y lo vivo, acariciando su cuello, besando su nuca, recorriendo con mis manos la playa de su espalda, probando en mis labios la sal en las olas de su cuerpo, cubriéndolo con el mío, igual que la oscuridad de la noche cubre la playa que duerme a los pies del faro.

18 febrero 2018

Hay salida.

Hoy el sol se ha quedado dormido entre unas sábanas grises tejidas con niebla y frío. Le ha costado levantarse, salir de la cama e iluminar mi parte del mundo. Yo no, yo he madrugado y me he escapado a la marisma; una eternidad sin visitarla, sin sentir el aire por  el que solamente vuelan  los trinos de los  pájaros, sin oírlo jugar al coger consigo mismo por entre las ramas de los pinos. Niebla, frío, marisma... soledad en estado puro.

El pinar parece más denso que nunca, se diría que cada pino ha creado una réplica de sí mismo, que la niebla ha jugado a ser un dios visible y ha repetido el milagro de los panes y los peces con los pinos. Visto desde fuera se me hace un ejército que no quiere dejarme pasar, que no quiere que lo conozca. Son como esos problemas que la  vida te pone delante y que no te dejan avanzar, que lo pintan todo de colores oscuros, un laberinto sin salida aparente.

He abierto la cancela que cierra el pinar y he entrado. Sensación de frío, de estar solo y de ser observado a la vez. Busco pero no hay nadie, ni siquiera mi sombra me acompaña. Al fondo la luz, la claridad.

Lo he atravesado entero y después he vuelto por otro camino, entre otros pinos. En verdad no hay caminos ni senderos, tú haces el camino, tú decides por donde ir. He vuelto a pasar la cancela que lo delimita y desde el camino he visto un pinar diferente. Sus soldados no me pueden impedir el paso, sus sombras no me asustan, al fondo hay claridad, hay luz. Hay salida.


14 mayo 2017

La loca.

Hoy, en el bar de María, algunos amigos  marineros hablaban de su futuro, de dónde pasarían los últimos días de sus vidas. Triste tema de conversación cuando unos aseguran que terminarán en una residencia para ancianos y otros dudan si sus hijos los tendrán en sus casas cuando ellos ya no puedan valerse por sí mismos.  Solamente Manuel, desde su soledad, que se parece a mi soledad, se toma el tema con cierto humor.  Si yo fuese gato, dice, seguro que terminaba viviendo en la casa de la loca.

Me mira María y, por unos segundos, se me hace leer en su mirada una pregunta: Y nosotros, farero, ¿dónde viviremos nuestros últimos años? La esquivo, porque me da miedo acercarme a ella y decirle que, si quiere, envejeceremos juntos en el faro, en su casa, en una isla solitaria, en una ciudad con un millón de personas a nuestro alrededor... pero juntos. Me falta valor para decírselo, como me ha faltado valor siempre para pedírselo. 

Me siento con mis amigos de la mar, charlamos y no sé de que estamos hablando hasta que un golpe seco en mi brazo me trae de nuevo al bar, a la mesa... a la realidad. Es cuestión de tiempo que me levante y me acerque al mostrador que hace de frontera entre María y el resto del mundo, entra ella y yo, una frontera que, a escondidas, furtivamente, se saltan nuestras manos simulando quitar algo de la vieja madera, coger un vaso... 

De regreso al faro me desvío de mi camino y termino pasando por la calle donde vive Amalia, la que muchos llaman la loca de los gatos. Está en la puerta, poniendo comida a sus animales, a sus hijos adoptivos como ella les llama. Son gatos que otras personas fueron abandonando a medida que se reproducían, gatos que dejaron en la calle y que buscaban un pescado caído entre las barcas, un poco de comida que algún marinero dejaba en el puerto, junto a los muros.

Ella, Amalia, los ha ido recogiendo y dándoles comida y cariño. ¿En qué mundo vivimos, que llamamos loco a quien da cariño y protección a unos pobres animales abandonados? ¿Acaso quienes una noche los sacaron de casa y los dejaron tirados en la calle son los cuerdos? No entiendo este mundo, ni a la gente. 

La saludo, me sonríe, y me hace la eterna pregunta: -farero, ¿quieres llevarte uno para el faro? te hará compañía-. Hace años compartí soledades con uno de estos animales. Ella lo s
abe y se aprovecha, y me pregunta si no echo de menos su ronroneo, su calor sobre mis piernas en las noches de invierno.

Ahora, en la soledad del faro, recorro cada habitación, cada recodo, cada escalón...  siento que sobre esta soledad pesa una pena de muerte.